Juguete jugado
Entre
el día de Año Nuevo y el día de Reyes los minutos
parecían interminables. Entre el sorbo de agua-goteo frío
en el pijama naranja-beso de buenas noches y el beso de buenos días-felices
Reyes: trescientas vueltas de almohada y apenas unos pocos minutos
de sueño.
Sus
padres le habían prometido a la niña que el regalo
de Reyes de este año sería especial y, fuera lo que
fuera, se hacía especial sin duda, porque ni una pista logró
deducir de sus palabras, ni una huella de paquetes en la rigurosa
y clandestina inspección de armarios y escondites probables.
Todo podía ser hasta esa misma mañana.
De
hecho, hasta entonces la niña sólo había imaginado
grandes regalos: bicicleta roja, enciclopedia ilustrada, casa de
cartón de dos plantas donde las crías de gato... Pero
¿qué pasaría si fuera un regalo pequeñito,
una de esas bolsas que venden en el kiosco de la plaza y que contienen:
dos tomates, una cacerola, dos platos y una cuchara de plástico?
¿Qué cara se le pondría si, en ese caso, sería
la tercera vez en su corta vida que le regalan lo mismo?
"Si
se ha ocupado papá estoy perdida", pensó. Recordó
entonces lo del año pasado, cuando el padre se ofreció
voluntario para salir de la aldea a comprar el regalo de la asociación
de madres y padres a los alumnos que terminaban sus estudios en
el colegio. Nadie pudo imaginar que su padre les compraría...
una gazpachera de cerámica con el escudo de la villa. Nadie
pudo imaginar que la bienintencionada gazpachera venía acompañada
además de ocho cuencos de barro con el nombre de cada una
de las provincias de la comunidad.
En
conjunto, la rudimentaria caja-obsequio era tan grande y pesada
que los niños afectados no se atreven a enseñar sus
fotos del "homenaje". Estando la caja delante ninguna
cabeza es visible y si lo es, ninguna mueca (sufriendo el peso del
regalo) soportable como para mantener la foto o mostrarla.
"Si
lo ha comprado él, lo mejor es que no salga de la cama",
se dijo. De momento allí todo seguía siendo posible:
la bicicleta roja y la enciclopedia ilustrada. Incluso los regalos
podían ser mejores que los que había imaginado minutos
antes. Pero sus padres ya habían pasado por el dormitorio
para avisarla y, como cada año, la esperarían con
la sorpresa en la planta de abajo.
La
niña comenzó a sentir sudores fríos, palideció
y quiso quedarse inmóvil. "Mejor no salir, mejor no
salir. Aquí todavía puedo ser yo quien decida mi regalo",
se decía escondiendo la cabeza bajo la manta.
Por
momentos, las ganas de terminar con la incertidumbre se imponía
al miedo a la decepción y el final de un sueño. La
curiosidad rebosaba incontenible en forma de sábanas arrugadas.
Quería levantarse y correr a descubrir su regalo y, a la
vez, que no pasara el tiempo. Quería y no quería.
Necesitaba prolongar la posibilidad como manteniendo unos dados
en el aire antes de que la ilusión claudicara a lo real,
antes de descubrir cómo mata la probabilidad, cuán
infalible puede ser el triunfo de la mayoría de caras con
que se pierde, la culminación de la peor de las opciones
imaginadas: la cuchara y el plato de plástico, la gazpachera.
Era
preferible agarrarse a la almohada, fingir una enfermedad e incorporarse
al mundo cuando los Reyes hubieran pasado. La ingenua excusa no
sirvió de nada y su madre logró que se levantara con
un argumento irrebatible y disuasorio: infusión de manzanilla.
No obstante, antes de salir de la cama y bajar las escaleras la
niña logró llegar a un acuerdo con sus padres: renunciaba
a su regalo a cambio de que cada día le dijeran que tenían
algo especial para ella.
No
cabe duda de que al padre le resultaba de lo más extraño
que una niña le propusiera una cosa así. Con seguridad
habría preferido que le gustaran las gazpacheras donde poder
jugar a cocinar las verduritas de plástico y observar el
escudo del pueblo, reforzar así su identidad o, cuando menos,
la de sus muñecos. En cambio la madre entornó los
ojos y balanceo de arriba abajo la cabeza, como si comprendiera
perfectamente el pacto de la niña. Tantas veces había
fingido ella perder el billete de lotería o se había
negado a verlo sabiendo que no le tocó (pero que a lo mejor
lo miró mal y sí).
Una
conversación privada entre los padres y una rúbrica
en el reverso de un almanaque del año anterior sellaron el
acuerdo. Pasarían el día de Reyes sin juguetes, sin
embargo, decidieron hacer algo especial y fueron a la parcela que
recientemente les habían dejado los abuelos.
Las
tierras se encontraban cerca del manantial y, aunque el laboreo
era mayoritariamente de regadío y aún se cultivaban
allí hortalizas, en la última década habían
sustituido casi todos los árboles frutales por plantones
de olivo que ya lucían a pleno rendimiento.
Una
vez allí, no sólo pasearon, mojaron sus manos y pies
en el pilar y jugaron en la chocilla que el guarda había
construido debajo de un viejo manzano, sino que además recolectaron
varios kilos de aceitunas.
Ese
día la niña se estreno en el oficio del campo, aunque
entonces lo apreciara harto menos como oficio que como juego. Ganó
a su madre en la carrera: "a ver quién coge más",
supervisó que la criba era correcta y que ninguna rama ni
piedra se había colado en los sacos con la cosecha; amontonó
hierbas y ramas secas e hizo un pequeño espantapájaros
de cabeza de hojas verdes; se subió a las piedras más
altas y a las más bajas, se rasgó el pantalón
al convertir en tobogán el chinarral de la colina y, además,
tenía un regalo pendiente. El mundo era maravilloso.
Años
más tarde descubrió que sus padres no cumplieron el
pacto firmado aquel día de Reyes y que sí le dieron
el regalo especial que tenían previsto: su "primer día
de aceitunas" en familia. Suspiró entonces, ni ella
misma sabía si resignada o aliviada.
Remedios
Zafra
|