El reloj

 



Un despiste o una broma y, en todo caso, el éxodo progresivo de los habitantes de la aldea hicieron de este reloj un reloj atípico, más un cronómetro inútil que el reloj de Ayuntamiento que siempre fue.

Resulta que a alguien se le ocurrió conectar el reloj a una toma de electricidad que no siempre estaba operativa, es decir, que un día sí, otro también, alguien apagaba un interruptor y con él paraba el reloj. Puede que siempre hubiera sido así, que invariablemente desde que existe el reloj, éste hubiera estado conectado a dicha toma, pero en el pueblo no se habían percatado de que eso fuera un problema. De hecho, hasta hace un tiempo la electricidad en los espacios comunes estaba garantizada día y noche.

Todo cambió cuando la aldea empezó a despoblarse. Con poco más de ochenta personas en el pueblo, las horas de energía en calles y zonas comunes se han visto reducidas a apenas algunas por la noche.

María, la alcaldesa, les dice a los vecinos que ella no tiene la culpa, pues el dichoso interruptor no está en la aldea. Insiste en que se encuentra en una pequeña central de suministro de varios municipios de la zona a la que ninguno de ellos tiene acceso.

Tras varias solicitudes a las administraciones competentes requiriendo una solución al problema, los responsables del interruptor dicen a María que tienen la obligación de optimizar su uso y que el número de habitantes no es suficiente para alcanzar el mínimo rentable, resultado del 4 % de la última raíz cuadrada del algoritmo con que distribuyen la energía elevada al cubo. Le indican además que cuentan con el visto bueno de las autoridades de la provincia y de la comunidad. Para colmo le insinúan que si quieren electricidad todo el día "lo mejor es que se vayan" a otro lugar.

María no duerme por las noches rehaciendo esa dichosa cuenta y no entiende por qué algo tan básico como la energía depende de una operación matemática tan complicada. Parece que, de momento, no les queda otra opción que resignarse ya que, por supuesto, no piensan marcharse.

Respecto al reloj, todo esto no sería un problema si éste fuera un reloj pequeñito y privado, pero se trata del reloj del pueblo, algo más que un símbolo, una pieza indispensable para el trabajo en el campo, la referencia del resto de los relojes. Desde que todos recuerdan, sus campanadas han marcado los tiempos de la jornada de trabajo. La acústica de las montañas es buena y las horas, medias y cuartos pueden escucharse incluso en las parcelas del término más alejadas.

Claro, ahora todo es distinto, el tiempo se ha vuelto loco. El reloj no marca las horas del día según lo convencional. Su tiempo es peculiar. Marca sólo y como mucho unas seis horas al día en invierno y unas tres en verano. Ya no suena de día, sólo de noche.

Lo extraño del suceso es que algo también está cambiado en el campo. Simultáneamente, la cosecha ha variado su ciclo. María ha notado que la tierra está ralentizada. La viña familiar que desde pequeña ha visto alternar entre la hoja verde, el fruto y el tronco pelado, pasa ahora más tiempo en cada estado. La uva no llega en septiembre y tarda excesivamente en madurar.

En un primer momento, María piensa que puede deberse a un pequeño desajuste, a que son pocos para ocuparse de todo y, en consecuencia, al mayor abandono de algunas tierras. Pero lo más sorprendente es que a medida que pasa el tiempo las estaciones también van alargándose, de manera que ya nada corresponde a lo convencional para cada mes. Es asombroso, pero además está pasando en todas partes del mundo. No es por tanto irracional alarmarse ante la posibilidad de que al día siguiente (de cada día) no ocurriera lo obvio, pues lo obvio ya no era lo obvio.

Parece que el problema tiene una dimensión mayor de lo que suponía María. El caso es que sea una aceleración producida por el imparable deterioro de la ozonosfera o un trampantojo planetario, la tierra y el sol parecen vivir ahora a cámara lenta y, como resultado, las lluvias y la tierra siguen un ritmo desordenado que trae locos a los del pueblo.

Docta en esto de hacer cuentas desde su batalla por el interruptor, María observa el tiempo registrado por su reloj colectivo y hace números. Después de reflexionarlo pacientemente reúne a sus convecinos (los pocos que quedan ya, todos familiares y amigos) y les sugiere que una coincidencia hay en aquellos cambios que tanto afectan a su vida y trabajo en el campo. Desde que el reloj no marca el tiempo "completo", el tiempo y el mundo aparentemente se han adaptado a la vida eléctrica del reloj.

Los habitantes de la aldea no tienen por qué dudar de María, con fama de razonable. Ellos también han sido testigos de lo ocurrido, aunque la explicación parezca un disparate. No obstante, todos están de acuerdo en que no pueden hacer pública su sospecha y deben esperar para encontrar la manera más discreta de resolver la situación.

Claro está que el resto del mundo antes creerá a un agorero apocalíptico, que la existencia de una íntima relación entre el tiempo eléctrico de la aldea y la alteración climática como consecuencia de la misma, aun pareciendo ambas igual de esotéricas. Con sentido común, los vecinos del pueblo temen que si alguien se entera de su sospecha les creerán víctimas de una alucinación colectiva y los convertirán en monos de feria así que, de momento, callan.

En las ciudades sin embargo no paran de hablar del tema. Ávidos de respuestas, no les convencen las elucubraciones de ayer y hoy inventan otras distintas. Muchos anuncian desgracias mundiales en ciernes por lo que un sector percibe como una "ralentización" del sol y de la tierra, y otro como la "aceleración" de los seres humanos, una precipitación de su mirada (como si los ojos hicieran una huelga a la japonesa) que, por efecto, convierte el mundo en lento.

Cuestión de la relatividad del enfoque, el caso es que unos y otros hacen su agosto vendiendo diversos tipos de reconciliaciones místicas y simbiosis con la naturaleza. Todo como forma de redimir la contribución personal de cada cual al cambio climático o al estrés de los ojos y de una vida acelerada. Como resultado de la incertidumbre sembrada por doquier, en poco tiempo se produce una importante diáspora de gentes de la ciudad hacia el campo, buscando reconciliarse con la naturaleza. La nueva migración que invierte la lógica de años anteriores trae nuevos agricultores a la aldea.

Cuando María quiere darse cuenta se ha convertido en la alcaldesa de un pueblo que supera el millar de habitantes. Piensa entonces que es la oportunidad idónea para enmendar el entuerto del reloj sin llamar la atención. Ahora todas las casas de la aldea están ocupadas y las tierras vuelven a labrarse. Es obligado, por tanto, no sólo que les aumenten el número de horas de electricidad, sino que puedan disponer de un interruptor propio instalado en la localidad para que ellos mismos gestionen su uso.

Por fin el resultado del 4 % de la última raíz cuadrada del algoritmo con que distribuyen la energía, elevada al cubo parece ser positivo y María consigue electricidad sin restricciones y, ¡uf!, el flamante interruptor que ubican en el Ayuntamiento.

El estreno se convierte en todo un acontecimiento y es anunciado por María como la Festividad del Tiempo. Fiesta que la mayoría de nuevos vecinos presuponen cargada de tradición y que, poco más tarde, alguien se ocuparía de mitificar como costumbre ancestral en la zona (rezará en un folleto explicativo: celebración local en memoria de San Interrupto, mártir cuya imagen fue encontrada en una cueva de los alrededores).

La activación del interruptor se produce, por fin, una mañana a las doce del medio día según indica el resto de relojes de los habitantes. Doce campanadas, segundo a segundo colectivo, se escuchan y retumban en los campos que rodean la aldea.

Como si del encaje de una pieza tiempo descarrilada que vuelve a su lugar se tratara, tiempo con tiempo vuelve a fundirse. El compás del campo se va acelerando, suavemente, y el movimiento del sol se acopla al viejo, ahora resucitado, engarce.

Al comprobar que todo se soluciona, la autoridad en sus distintas modalidades y como responsable de afirmar lo obvio (aunque últimamente lo obvio ya no era lo obvio) da forma a su particular versión del desenlace.

Así, en los periódicos del día siguiente al reajuste, un grupo de científicos convierten consecuencias y logros ajenos en premeditación, y se presentan como ideólogos de la fórmula del reacople del tiempo; los ejércitos del mundo se ponen a sí mismos varias medallas por haber disparado al espacio exterior (a petición de los científicos) un compuesto químico de nombre serio y terminado en número, que (supuestamente) ha acelerado el tiempo; los políticos se autoproclaman responsables de haber facilitado el trabajo a los científicos y a los militares; las iglesias y los templos se llenan de ofrendas; las guerras paran unas horas pero otras surgen movidas por quienes quieren aparecer en la foto que pasará a la historia; algunos adivinos firman sus contratos para trabajar como comentaristas asalariados en la televisión, a la par que les acondicionan un blog en los periódicos más importantes; otros cambian el tirón de masas del Apocalipsis por predicciones mesiánicas.

María y sus vecinos callan y siguen cultivando sus tierras al compás que rítmicamente: Tic Tac, Tic Tac, Tic Tac, marca de nuevo su viejo reloj y su tiempo renovado.


 

 


Remedios Zafra