Testimonio ante un próximo desmantelamiento

 


manijero.
(Del fr. ant. maisnagier).
1. m. Capataz de una cuadrilla de trabajadores del campo.
2. m. Hombre encargado de contratar obreros para ciertas faenas del campo.
manijera.
(De manija, influencia). 1. adj. coloq. Arg. y Ur. Que intenta captar la voluntad de un tercero para causar dificultades o polémicas. U. t. c. s.

 

Señor manijero:

Sí, es cierto que directamente nunca hice grandes cosas, ni tampoco he contribuido -indirectamente- a hacer grandes cosas. Me refiero, y usted ya me entiende, a cosas grandes, importantes, como trabajar para terminar con el hambre y la violencia en el mundo, ser voluntaria en una misión de paz o participar en una cadena de buenas acciones con objeto de que mi gesto sirviera de ejemplo a otros. Ni siquiera creo que no hacerlo y reconocerlo me sitúe en una posición preferente respecto a quien lo hace buscando sólo algún tipo de satisfacción personal. Nunca hice nada de esto, le digo, ni tuve intención de hacerlo, sobre todo porque ni supe que "yo" podía hacerlo, ni de saberlo habría podido.

Tampoco escribí un libro, ni planté un árbol. Bueno, esto último lo hice, sí. Al menos ayudé a hacerlo aunque fue mi marido quien cavó los hoyos e introdujo los plantones de olivo en la tierra. No obstante, de muchas maneras yo he contribuido a que él lo haga. De todas formas, usted me corregirá, pero creo que si es por trabajo no cuenta. Además no lo hicimos conscientes de la trascendencia que da a este acto quien planta un árbol para hacer "algo importante" en la vida. Igual que lo de los hijos. ¡Qué le voy a contar!

Al no hacer dichas cosas que, convencionalmente, me situarían en una posición privilegiada de felicidad por inversión de felicidad para otros, lógicamente, nunca he sentido esa plena sensación que narran los que protagonizan esas experiencias heroicas. Tampoco hice las propias de quien tiene mucho dinero y puede permitirse felicidad "pagada". Como ya sabe, no lo tengo y, según dicen en la iglesia (el cura, que es el que desde su púlpito y sin darnos derecho a réplica, presume de saber administrar nuestras aspiraciones inmateriales), la nuestra, a la que podíamos aspirar los de aquí era la primera, la felicidad medida en función de la felicidad generada. No dudo de que las posibles experiencias de este tipo de felicidad serán inigualables, únicas, más totales... más inolvidables que las mías, puesto que se cuentan y, cuando menos, resistirán a dos o más olvidos de los que escuchen atentos dichas hazañas. Con franqueza, me da un poco de apuro contarle las mías.

Porque... dice usted que no desmantelarán mi pueblo si encuentran gente feliz ¿no? Tengo que reconocer que a mí me parece algo inaudita la condición que nos ponen usted y aquellos para los que usted trabaja, pero que conste que yo no sé de casi nada y presupongo que, usted y ellos, sus razones de peso tendrán.

Continuo, pues... Le decía que yo no pretendo trascender ni hacer partícipe a nadie de mis modestas pretensiones de vida, sólo le digo que las contextualice para valorar mi grado de felicidad.

Veamos, a los doce años comencé a trabajar recogiendo algodón y ese fue mi último recuerdo de niña. Desde entonces no he tenido vacaciones como supongo que usted las entiende y como yo veo eso de las vacaciones en televisión. Sin embargo, insisto en que a veces la he sentido: es blanca, sin adorno alguno, que recuerde, y difícil de describir con palabras. Sí, ya sé que recurrir a la inefabilidad de la sensación me sitúa en una posición poco original en mi argumentación, pero olvida usted que no tengo ningún propósito de trascender ni de que mi testimonio tenga un lugar preferente en su registro. De todas maneras, aunque le decía que tiene algo de indescriptible, intentaré acercarme a ella a través de experiencias reales.

Mi sensación de felicidad no ha estado motivada por ninguna heroicidad especial, ya le dije. Que recuerde, en esos momentos de mi vida sólo había equilibrios momentáneos en los ajustes de mi estabilidad afectiva y personal: la familia estaba bien, el campo no iba mal... Detrás había problemillas, no lo niego, pero la sentí, lo juro. Y duró el instante que tarda una peonza en girar hasta caerse... Sume usted, varias peonzas a la semana, a ver cuánto le sale. Supongo que cuantificado será más fácil para transcribirlo en su informe.

Lo que sentí fue efímero y egoísta. Tuve la sensación y no la compartí con nadie. Era íntima y, bueno, tenga en cuenta que no es como un caramelo que ofrecer y compartir con otros. Yo, al menos, la he vivido así.

También tenía su parte mística, sí. Siendo una sensación humana parecía ponerme en contacto con algo sobrenatural, aunque a veces creo que más que sobrenatural el contacto era "prehumano". Disculpe mi ignorancia sobre cuestiones metafísicas -y si no es molestia insista en que esto que le cuento es una "sensación"- pero confieso que me traía a la mente esos dibujos que pusieron en el museo del pueblo junto a los restos arqueológicos de la cueva. Esos en los que representan un paisaje de una época en la que todavía no había seres humanos... un tiempo frío y prehumano. Pues a eso me refiero.

Lo olvidaba, cuando la siento suele haber una brisilla fresca que me da en la cara y algo dentro de mí ensarta algo de ella. Como una memoria genética de la fría, casi gélida, caricia prehumana de la que le hablaba (de su intuición, más que nada).

Otra coincidencia en todas mis experiencias de la felicidad es que suelen producirse cuando estoy en mi pueblo o en el campo. Le diré que no he salido mucho de aquí. A mis cincuenta y seis años no he subido nunca a un avión y casi todos mis viajes los he hecho en autobús. Podrá deducir que mis estancias fuera del pueblo han sido del todo insignificantes como para asegurarle que esta sensación sea respuesta a estímulos sólo provenientes del campo y del pueblo, pero es lo que puedo decirle.

Contemplar el horizonte desde el patio una tarde de tormenta; pasear con mi perro por la sierra; mirar el campo desde la azotea; sentarme en la plaza a tomar el fresco; ver amanecer desde mi ventana; descansar sobre una piedra cuando subo a la sierra; el olor de noviembre; el final de la cosecha; subir la cuesta de la calle Nueva una fría noche de invierno; intentar contar las estrellas una noche de agosto y ni molestarme en pedir deseos; el crepúsculo desde la plaza, también desde la ventanuca del desván; el regreso de las golondrinas; la cría de gatos; los ojos de mi perra; leer un cuento en la escuela de adultas (se dice llamar de adultos pero, permítame que precise, el otro día recabé que sólo somos "adultas" las que vamos).

Disculpe, no terminé con mi lista de cosas que me hicieron sentirla. Sigo: el olor de la almazara; el sabor de los pestiños; descubrir flores nuevas en mis macetas; el sonido de los mulos por la mañana; parar el chorro de agua del pilar con mis manos; sentarme en el escalón de casa en verano y comer pipas con mis nietos mientras miramos las hormigas; el griterío de los niños cuando van a la escuela; el aire de la mañana y el aire de la noche; terminar el encalo y ver mi fachada reluciente; salir de melenchón en carnaval y cantar: "Fuego, carbón, maquinilla. Fuego que se apaga el tren, que va la niña despacio y no se puede entretener..."; Ay, ¡Cómo me gusta cantar!...; Contemplar mis macetas en el altar de las Cruces de Mayo; el olor de noviembre (creo que ya se lo dije), olvidé también: el olor de diciembre, el olor de enero, el olor de febrero, de marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto, septiembre y octubre, el olor de los lunes, los martes, los miércoles, los jueves, los viernes, los sábados y los domingos; el olor a tomillo, a tierra abonada, a tierra mojada, a tormenta, a brasero, a aceite verde, a resol... El recuerdo de otros tiempos cuando en la sierra se segaba trigo, avena, cebada... Cuando en los cortijos había casi más gente que en el pueblo, cuando iba a por leña, pero más cuando regresaba con ella; cuando mi padre volvió de Francia de la remolacha...

"Claro", pensará usted, "Pobre y necia. Tiene añoranza y considera feliz un tiempo de esclavitud y miserias. No sabe lo que dice." Y seguro que cuando lean mi declaración algún erudito la bautiza con alguno de esos síndromes en que una víctima defiende y añora los días de su sometimiento.

Disculpe otra vez, sólo le pido que no se precipite, pues mi añoranza, como usted entenderá, no es de mis fatigas como niña jornalera ni de lo que sufrí esos años, sino de que entonces tenía más vida por delante y ¡cómo me gusta la vida, señor manijero! La vida que en mi juventud estaba cargada de futuro, de un futuro mejor y de una intensidad con que, ¡qué se yo!, por contraste tal vez, apreciaba los momentos felices, estos que le decía: el agua fresca del pilar; el aire de la mañana subiendo a la sierra; el aire de la noche bajando de la sierra al pueblo...

Contraste que, de otra manera, también percibo ahora, pues si bien aquellos lugares estaban antes poblados y ahora yacen en ruinas con cadáveres de ovejas en su interior, a veces me digo que no advierten sino de una futura imagen que muchos anuncian para el pueblo si, finalmente, se deciden ustedes a desmantelarlo porque los pocos que aquí vivimos no somos lo suficientemente felices.

Por cierto, antes de marcharme quería pedirle que no olvide cuantificar también la felicidad del pueblo en sí, como parte afectada. Quiero decir: las casas, las calles, los árboles, el ganado y la tierra... ¿Quien hablará por ellos? Yo juraría que a ellos, como a mí, les gusta mucho la vida. Lo juraría. La vida, sí.

Me da que usted no está tomando nota, señor manijero. ¿Lo ha memorizado? ¿Se acordará de todo? ¿Se fiarán de sus palabras? Ahora que lo pienso... Creerá usted que alguien cuyo trabajo y hogar puede desaparecer no puede ser una persona feliz... ¿No redondeará por ello mi testimonio a la baja?

 


Remedios Zafra