Los nombres y las aristas
No preguntes qué enfermedad tiene una persona,
sino a qué persona elige una enfermedad.
(Atribuido a) William Osler
Ser de pueblo condiciona tu vida porque tu infancia arropa tu vida.
Ser de pueblo es como un apellido y ciertamente esto lo llevaba
muy bien Milagros. Cosa distinta era
su nombre: Milagros. Imposible llevarlo. Su identificación
con aquella palabra la sumía en un dolor profundo.
Milagros
nunca supo que padecía la enfermedad del alma de los
nombres. Sufrirla conlleva el riesgo de dejar la vida en suspenso.
Para colmo éste es un mal del que nadie habla. Un mal que
no tiene nombre (consideren lo entrecomillado arbitrario y provisional).
Lo
cierto es que no queda claro si fue por esta enfermedad o por otras
más conocidas que le diagnosticaron, pero el caso es que
a las pocas semanas de marcharse a la ciudad Milagros
no pudo soportarlo y se volvió a casa.
Por
aquel entonces, la dolencia del alma de los nombres sufrida por
Milagros estaba camuflada entre diversas
fobias e inseguridades relacionadas con la vida en la ciudad: miedo
a las multitudes, miedo a las avenidas, miedo a los pisos altos...
Por no hablar de una dramática mezcla de timidez y retraimiento
patológicos.
Sus
parientes no daban mucho crédito a las enfermedades no relacionadas
directamente con la fiebre, el dolor físico y lo escatológico,
atribuyendo lo que le pasaba a Milagros
a su extremada vergüenza. Más en su contra puesto que
las patologías comunes estaban mejor vistas, exentas de críticas,
eran tratables y susceptibles de acabarse. No tanto la timidez,
mal indisoluble. En el mejor de los casos cosa de carácter
y de genes, donde además podían disimularse la sosería
y el desapego a la comunidad.
El
padre decía guardar en secreto (lo cierto es que sin mucho
rigor) el nombre de alguno de los abuelos responsable de esa herencia
y cuyo origen remoto fue, según contaba, una rebelión
de la tierra, un intento frustrado de convertir en árboles
a las personas, que terminó con el cultivo (dominación)
del campo y con unos pocos humanos (entre ellos, un familiar antiguo)
convertidos a medias. Lo hacía con intención
de suavizar el gravamen psíquico de la niña y compartir
su carga con los antepasados que ya no podían reclamar la
veracidad de los hechos o, cuando menos, adornar el mal de Milagros
con una leyenda. Claro, que más de una vez se le pilló
en la contradicción de que, ora uno, ora otra, todas y todos
los abuelos en función del día pasaron por tener aquel
carácter introvertido de los semihumanos-semiárboles
traspasado supuestamente a la niña.
Milagros
sólo tenía una hermana. Se llamaba Virtudes y era
la protectora y aliada incondicional de la pequeña Milagros.
Con ella guardaba algunas similitudes. Puede que en distinto grado
pero la que más condicionó sus vidas fue la aversión
compartida a sus nombres, así como la alianza fraterna de
acabar con ellos en el futuro, de expropiárselos a sí
mismas.
María,
Carmen, Luisa, Antonia, Aurora, Margarita,... cualquiera de estos
les habrían valido, pero los suyos: Milagros
y Virtudes, habitaban en las niñas
como una imposición y no lograban que ellas habitaran en
los nombres, no las nombraban.
Ambos
(Milagros y Virtudes)
eran nombres considerados hermosos para una mujer y relativamente
frecuentes en el pueblo (de hecho, así se llamaban sus dos
abuelas). Sin embargo, algo irracional pasó en la identificación
de las niñas con ellos que no los reconocían como
suyos.
Para
empezar, sus bautizos supusieron un uso no convencional de los mismos.
Su pronunciación fue más una invocación a los
santos, que el nombramiento propio del consabido sacramento. Milagros
y Virtudes llevaban implícitos signos de exclamación
y súplica. Bien mirado, estaban en sintonía con el
contexto religioso donde acontecía el acto performativo.
¡Milagros!
¡Virtudes! Así los pronunció el cura e, imitándolo,
así también lo hacían sus padres y familiares.
Como implorando la mediación de las niñas para que
la divinidad en la que creían les dignificase con milagros
y virtudes. Las hermanas, en consecuencia, serían para ellos
algo así como unas intermediarias de lo divino, mediadoras
de un futuro mejor.
El
caso es que desde siempre y como algo firmemente decidido por las
crías, sus nombres eran de los otros que los usaban. Ellas
sentían que los llevaban provisionalmente y soñaban
con su futuro cambio. De mayores, "cuando todo se consigue,
podrían manipular sus sílabas, cambiarlo por otro
o, pensaban ellas, vivir sin nombre. En este último caso
habría vencido y culminado la enfermedad del alma de los
nombres, pues las niñas se habrían mimetizado en ella,
unas y otra sin nombre.
Entretanto
llegaba el día, se decían mutuamente: Qué
más da si a Milagros la
llaman Niña de pelo rubio Fernández Castro
y a Virtudes Niña de pelo
castaño Fernández Castro; O la mayor de
Antonio y Aurora y la pequeña de Antonio y Aurora...
En la primera opción, no está claro el motivo, pero
las niñas daban al pelo un valor especial como elemento identificativo.
En la segunda, tenía su lógica, pues durante mucho
tiempo los del pueblo se referían por esas identidades de
procuración a las hermanas.
Vivir
sin aceptar tu nombre no es cosa fácil. De hecho, cuando
alguien pronunciaba los suyos, Milagros
y Virtudes no respondían de
inmediato, ni sus ojos atendían interesados al interlocutor.
El proceso ralentizado seguía varios pasos: primero se asustaban,
después se avergonzaban y al final elevaban ligeramente su
mirada con la cabeza agachada, asintiendo pero precisando con sus
ojos: Yo no soy ese nombre. El nombre es mío, sí,
porque de momento no sé cómo cambiarlo.
En
pocas ocasiones dijeron: Soy yo. Sólo si las
normas del contexto así lo exigían. Cierto es que
si ese reconocimiento quedaba necesariamente aplazado hasta la edad
adulta, ésta era una razón sustancial para crecer
rápido.
Nada
más lejos: todo se siente lento cuando se quiere que pase
rápido. Y eso ocurrió durante su estancia en el colegio,
donde además repetían los nombres de las hermanas
constantemente. Sí, es verdad que de los quince niños
y niñas matriculados en primer curso de Educación
General Básica, sólo había un nombre Milagros,
y que en segundo sólo había un nombre Virtudes.
Es cierto que, sin embargo, había varias Mª Carmen y
otras tantas Lola o Mª Dolores, pero ninguno de aquellos nombres
tenía que soportar el diminutivo de Milagritos.
Este último potenciado desde chica por la menudez y el apocamiento
de Milagros.
Nunca
llegó a tener claro Milagros
qué fue primero, si la vergüenza, o si ésta ya
venía motivada por el poco afecto a la palabra que la nombraba.
Tampoco tuvo claro si, como en todos, el color de su piel era el
rosado que al ruborizarse se hacía rojo o si, por el contrario,
el suyo era rojo y en algún momento (los menos) se hacía
rosado.
En
ocasiones, los maestros confundían los nombres de las dos
hermanas entre sí y con otros comunes allí como Remedios,
Mercedes o Socorro. No obstante, el origen de la confusión
no era ni mucho menos su parecido físico. Virtudes
era una niña de aristas, puntiaguda, pizpireta, extrovertida
y llena de matices. Milagros en cambio
era pequeñita, redonda y homogénea. No tenía
ni una sola arista y su cara esperaba aplazada, escondida tras una
permanente e incómoda expresión pre-lloro, como si
quisiera delatar a alguien y no pudiera soltar palabra.
Al
cumplir dieciocho años Virtudes
se marchó del pueblo a estudiar a la ciudad. Milagros
la echaba tanto de menos que en la noche se despertaba pronunciando
su nombre: Virtudes, aquel
que junto al suyo tan poco le gustaba. Los sueños no tienen
la culpa de hacer y deshacer los juramentos que rodean a muchas
palabras. Y, curiosamente, fue en la ausencia de Virtudes
que su nombre pronunciado en sueños adquirió un aura
diferente, como si acercándose el día del cambio soñado
por las niñas, su sonido se aferrara a la vida.
En
aquella época, también pensaba Milagros
si, ahora que no estaba su hermana, le saldría a ella alguna
arista. Le atemorizaba que su apariencia uniforme, sin picos ni
matices, fuera la premonición de una vida aburrida. Realmente
hasta entonces su vida había sido bastante sosa.
Le preocupaba
además que el rechazo a su nombre y sus miedos fueran, en
cierta medida, responsables de su cuerpo sin aristas. En cuyo caso
si su cuerpo y su nombre no cambiaban, su futuro irremisiblemente
unido a él sería tan monótono como su pasado.
Durante un corto periodo de tiempo, justo cuando más le asustaba
este pensamiento, su cuerpo cambió ligeramente.
Pero
a Milagros le salió su primera
arista el día que recibió una carta de su hermana
Virtudes. Pasaban ya varias semanas
desde que se marchó y allí estaba aquel sobre con
el nombre que sus padres eligieron para ella: Milagros.
Leerlo
supuso una inesperada reconciliación con aquella palabra.
El peso con que la letra cargaba su mano, rozaba su nombre y lo
liberaba por fin. Un temblor crudo recorría la espalda de
Milagros ante esa desnudez de ser quien
allí decía: M i l a g r o s. Y por vez
primera en su vida logró identificarse, ser aquel nombre.
Después
de años haciendo listas para no equivocar la elección,
después de esconderse en pasajes de acepciones míticas
y no encontrarse, Milagros estaba allí, cómodamente
observada en la caligrafía de boli azul con que su hermana
se dirigía a ella.
Sin
embargo, sintió Milagros que
la distorsión entre ella misma y su nombre no quedaba abolida
por siempre. Que aquello era un espejismo. Superar el lastre de
esa comunión no se logra de un día para otro, y después
de haber releído decenas de veces la carta volvió
a extrañar el conjunto de letras manuscritas en el sobre:
M i l a g r o s. A fuerza de repetirlo, el nombre dejó de
hacerse sustituto. E irremisiblemente Milagros
volvió al punto de partida.
No
obstante, algo cambió. De la mano de su primera arista llegó
una nueva percepción del nombre de su hermana. Desde que
se marchó a la ciudad, Virtudes pasó de
ser un nombre tolerado a ser venerado por Milagros.
Ahora le resultaba tan hermoso que lo escribía en el aire
allí donde estuviera: en la habitación de al lado,
en el último peldaño índigo y gris de la escalera,
en el campo, en la mesa de la cocina, junto a la taza del desayuno...
Escribiéndolo sentía la presencia de su hermana Virtudes
y, como el nombre era su único representante, terminó
por aferrarse a él y redimirlo de su sentencia de muerte.
Pero
llegó el día en que le tocó a Milagros
marcharse a la ciudad. Y lo preparó todo para el reencuentro
con su hermana, para sus futuras aristas, para su nuevo nombre.
Imprevisiblemetne la vida tomó la decisión por ella
y debido a problemas de admisión en la universidad que Milagros
eligió, tuvo que marcharse sola a otra universidad,
a otra ciudad, sin su hermana.
En la gran urbe
todo era escalofriante para ella. Le daban miedo las calles, los
edificios altos, las aglomeraciones y cualquier indicio de arista
era irremisiblemente contrarrestado y pulido por la fricción
de los pasajeros del metro, las colas en el supermercado y los trámites
burocráticos del piso de alquiler, la matrícula y
la beca.
Cada mañana,
en su taza de desayuno, líquidos reflejos que permanecían
inmóviles e indescifrables. Ninguna señal sobre cómo
y dónde cambiar su nombre. Y miedo, mucho miedo. En sus propósitos
diarios, verbos que desandaban sus pasos y ante ella, marchitos
días antes incluso de estrenarlos. Se le hacía insoportable
la rutina de la diáspora delirante de cientos de cuerpos,
miles de cuerpos, andenes de horas punta y una muchedumbre acompasada
y temible que no la llamaba, no, porque ella estaba dentro, apretada
e invisible para todos.
El
único lugar donde Milagros parecía
existir (aunque sólo en conflicto, sólo su nombre)
era en los formularios que dejaba cada día en diversas administraciones
públicas. Pero allí era sólo una huella dactilar,
una palabra sobre la que nadie se detenía con atención.
Hasta que en la secretaría del rectorado tuvieron que llamarla
por megafonía y, como tantas veces en su pasado, equivocaron
su nombre: Mercedes Fernández. No era alternativa.
Mercedes para ella era la otra cara de Milagros,
la respuesta por tanto no podía ser distinta: susto, vergüenza
y leve movimiento de ojos con la cabeza agachada, como si en el
nombre fuera implícito un insulto y una resignación.
Se
le hacía un mundo salir cada día al mundo exterior,
y al cabo de seis semanas de su llegada a la ciudad salir se hizo
imposible. La puerta del piso de alquiler era infranqueable por
su cuerpo. Como si hubiera una escisión real entre ese nombre
que la nombraba -que ya merodeaba al otro lado en el mundo de las
personas- y su cuerpo, una especie de Gólem asustado, paralizado
del lado de la casa. Le angustiaba cada paso y cada segundo detrás
de aquella puerta hasta dejarla sin respiración, hasta resultarle
del todo inhabitable aquella vida.
Milagros
decidió firmemente volver a su pueblo, a su campo. Aunque
sabía que en su caso volver era volver, habiéndose
ya despedido. Cada mirada sería un reproche por no
haberse quedado, y esto la encerraría todavía más
en su ensimismamiento. Todo un fracaso. Regresaría además
con su mismo nombre, tan homogénea, redonda y pequeña
como antes y sin la minúscula arista que le salió
el año pasado, perdida al aumentar de peso por consecutivos
intentos de suicidio por sobredosis de azúcar. En el fondo,
nunca las ingestiones desmesuradas de napolitanas de chocolate y
bollos de crema hicieron otra cosa que devolverla al mundo, que
ayudarla a sobrevivir.
Antes
de marcharse se dio una última oportunidad y se animó
a consultar a un médico de ciudad (sobrevalorados por muchos
en el pueblo). Creía que tal vez indirectamente podría
lograr alguna pista sobre el cambio de nombre y la formación
de aristas. Pero... nada halló. Como la enfermedad del alma
de los nombres no estaba tipificada en ninguna enciclopedia médica
(es otra de sus artimañas para que no la nombren) y Milagros
no se atrevió a preguntar nada, la doctora que la atendió
le dijo que su salud física era buena, pero que padecía:
agorafobia, acrofobia, claustrofobia y otras enfermedades con nombres
de este tipo.
A
Milagros no le gustó tener estas
dolencias, sobre todo no le gustaron los tecnicismos con que la
médica se las explicó. Sintió lo mismo que
cuando un ilustre biólogo visitó el pueblo y su padre
le acompañó a la sierra para guiarle en su búsqueda
de plantas autóctonas, posteriormente catalogadas por el
ínclito. El científico bautizó con términos
incomprensibles lo que su padre, sumiso como un criado ante las
palabras y actitud del biólogo, siempre había llamado
de otra manera. En el pueblo no se consideraban sabios en nada pero
Milagros no estaba de acuerdo con ese
sentimiento.
En cierto modo,
le habría gustado corroborar que lo que ella tenía
era vergüenza como decían sus tías
o, mejor aún, la enfermedad de los semihumanos-semiárboles
heredada de sus antepasados, como decía su padre.
Finalmente
todo pasó a un segundo plano cuando la doctora le dijo: Milagros,
lo mejor es que vuelvas con tu familia. Y ella, que ya lo
tenía previamente decidido, regresó a su pueblo.
Allí
Milagros vegetó durante unos
meses preguntándose: Si ni en la ciudad ni en la edad
adulta está mi oportunidad de lograr nombre y aristas, ¿dónde
encontrarlos?.
Sin
ver más salida que el campo y sintiendo su joven responsabilidad
de ganar dinero, Milagros, como muchas
otras personas allí, se hizo jornalera temporalmente y desempleada
el resto del tiempo. Incapaz de desprenderse de su nombre y de encontrar
su camino tomó como provisional el que vivía, pensando
que algo inesperado le traería un poco de luz.
Como quien busca
el blanco precisa el negro, ella buscaba la luz en la oscuridad.
Desde las escaleras de su patio miraba la noche cada noche. Sentada
en el último y más bajo peldaño soñaba
ser cada estrella invisible, inane... casi imaginaria (por si las
raíces de los nombres y los cuerpos no llegaran tan arriba,
tan adentro). Siendo estrella además tendría aristas
(claramente, sus estrellas imaginadas tenían muchos picos
y probablemente muchos nombres). Y a su hermana también la
soñaba. Era la estrella más luminosa y picuda, tan
cercana a ella que de existir el astro ambas serían imposibles.
Eso no importaba, por algo aquel era su sueño y desde su
escalón índigo y gris podía decidir y mandar
que las estrellas fueran lo que le diera la gana.
De
hecho, se trataba del único territorio donde Virtudes estaba
cerca, pues desde hacía un tiempo la hermana de Milagros
sólo aparecía por teléfono. Cada vez espaciaba
más sus visitas y limitaba su contacto a cortas conversaciones
semanales con la madre. Milagros ya
no recibía ninguna carta de Virtudes. Probablemente su hermana
había olvidado aquel pacto infantil de "llegar a ser"
sólo cuando cambiaran su nombre. En cierta manera, que para
Milagros el nombre de su hermana no
fuera un problema desde que recibió sus primeras cartas,
había eximido a Virtudes del acuerdo (y a la enfermedad de
vivir en la ciudad con la hermana).
La
vida plana y homogénea de Milagros
se había convertido en una sala de espera en la que no sabía
qué esperaba. Del paro a las aceitunas y de las aceitunas
al paro. Y, aunque nada le hacía sospechar que las cosas
iban a cambiar, ella renovaba con la mañana un sabor a cambio
en la boca, un deseo incontrolable de recibir una señal de
alguien o algo que le produjera aristas y le matara el nombre. A
veces cansada y con el alma arrugada pero siempre con fe. Ese era
su estado, la línea recta, una velocidad uniforme, lo bastante
activa para resistir pero no lo suficiente como para inventar su
propia iniciativa.
Hasta
que un día pasó. Realmente fue en unos segundos que
pasó, como algo natural, fácil y sin estruendos. El
mundo le echó un cable y por fin un nuevo destino cruzó
el umbral de lo posible.
Era
un día de mediados de agosto cuando recibió la visita
de unos familiares, y una propuesta que desde su vuelta de la universidad
nadie le había hecho: volver a salir del pueblo. Inesperadamente
para todos, Milagros aceptó
su invitación para ir juntos a la vendimia francesa a primeros
de septiembre. Sólo serían unas semanas y ganaría
un dinero extra. Milagros necesitaba
intentarlo de nuevo y, sin más garantía que no tener
nada que perder, decidió agarrarse a la sorpresa de que alguien
confiara en ella. De momento este era su inestable pero único
asiento de una nueva posición frente a la vida.
Que
su estancia en Francia fuera temporal la tranquilizó en el
trabajo, y estar rodeada de campo apaciguó sus fobias hacie
el asfalto y la ciudad. De esta manera, crecida en su recién
estrenado brío y segura por la compañía de
sus familiares, duchos en esto de la vendimia, mientras recogía
las uvas Milagros pensaba en su futuro.
Concretamente que, esta vez sí, invertiría el dinero
logrado por su trabajo, en algo que le ayudara a exterminar su nombre
y cambiar su anodina vida.
La
herramienta en cuestión no sería literalmente un arma.
Sólo necesitaba que la desplazase temporalmente o que le
permitiera ser otra, aunque fuera durante un tiempo.
Coche y viajes descartados, pues de momento ni sabía conducir
ni era capaz de vivir en otro sitio que en el campo. Tenía
que ser algo relacionado con su patología lo que le sugiriera
las claves para vencerla. Así que, después de mucho
pensarlo, entre racimo y racimo, y sin quedarle del todo claro que
extraña secuencia de asociaciones hizo, terminó valorando
la posibilidad de comprarse un ordenador personal y conectarse a
Internet.
Pocas
cosas había visto claras Milagros
en su vida, sin embargo en ésta no dudó. Así,
recién llegada de la vendimia salió nuevamente de
su pueblo, esta vez a la ciudad más cercana, para comprarse
un equipo informático.
Una
vez tuvo la máquina casi lista en su habitación, llamó
por teléfono y pidió a la máquina parlante
que la atendió: La mejor conexión y con más
capacidad... Una pena, la alta velocidad se quedó a
mitad de camino y subía la cuesta del pueblo con cuentagotas.
No obstante, por ahora bastaba y aquella lentitud no iba a echar
por tierra sus planes.
Sintiéndose
segura en su cuarto y sin el conflicto cuerpo-nombre que desde que
recordaba la había perseguido en su relación con los
demás, se propuso intentarlo de nuevo. En la red parecía
tenerlo más fácil puesto que su cuerpo redondo, pequeño
y homogéneo no era, a priori, una fuente de inseguridad en
su relación con los otros. Allí además podía
cumplir, al menos temporalmente, su sueño de nombrarse ella
misma.
Y
lo consiguió, superficialmente, sí, pero con tal ansia
que por un tiempo no hubo chat, e-mail o blog en el que coincidieran
sus nombres y tonos de escritura. Como si se deshiciera de un incordioso
corsé ajustado a ella durante toda su vida anterior, Milagros
explotó en muchas, en una lluvia de Milagros.
No lo pudo evitar y no lo quiso evitar. Por unos días se
(des)hizo a gusto hasta dar forma a su nueva vida y decidir su nuevo
y definitivo nombre. Ahora que en Internet podía neutralizar
su dolencia estaba en disposición de exterminar aquel Milagros.
No
hubo sangre. Tampoco fue doloroso. Fue punzante, como el pinchazo
de una aguja. Milagros se permitió
el lujo de llamarse: Milagros. Y ante la sorpresa de
todos, la nueva era milagrosamente distinta.
¿Volvía
a ser un espejismo? ¿Acaso la enfermedad del alma de los
nombres nunca le permitiría un cambio de nombre perentorio,
sólo la ilusión de que ese nombre era entonces diferente?
¿Acaso sus enfermedades estaban orquestadas por una que las
englobaba a todas, una especie de síndrome de Estocolmo de
ese nombre?
Lo cierto es
que, como Milagros vinculaba la aparición de aristas a su
aceptación del nombre, podía comprobar si el cambio
era real o sólo imaginario. Y, bueno, no fue algo espectacular,
sólo le salieron tres pequeñas aristas en las que
nadie recabo. No importaba. Ella las veía suficientes. Es
más, las veía constantemente. De forma que entre su
nuevo nombre y sus mínimas aristas tenía
lo necesario para derivar hacia una cadena de decisiones.
Para
empezar pequeñas cosas pero, sin darse cuenta, una llevó
a otra y, a los pocos meses, terminó asociándose con
su compañera de colegio Lola
para montar una pequeña empresa en el pueblo. En el negocio
ella, que siempre tuvo problemas para relacionarse con los demás
y que en esto asentó su vida uniforme, se ocuparía
de las tareas de comunicación. No fue premeditado,
las cosas vinieron dadas. Aunque inconscientemente quizá
algo la llevaba a resarcirse de su pasado, a contrarrestar con este
trabajo la acumulación de los síntomas de su padecimiento,
su damnificación.
Para
ella misma, «Milagros» suponía ahora un proyecto
de estrella atestada de aristas. Para su familia: la reinvención
de los genes y de sus leyendas. Para el (hoy apóstata) cura
que la bautizó y que escurría el bulto en su responsabilidad
performativa con aquel nombre, lo ocurrido implicaba una nueva crisis
de fe, ¿un milagro? Y para la enfermedad del alma de los
nombres: un punto ciego, un giro de rosca, una enfermedad de la
enfermedad que, como efecto y hasta un nuevo giro, la curaba.
Remedios
Zafra
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