Adela (1985)

 



A Adela la conocen como la mujer de Rafael, el pastor.

Su jornada comienza cada día a las cinco y media de la mañana, cuando se levanta para terminar de preparar la comida que ya la noche anterior dejó casi a punto para su marido.

Adela se lava la cara y se peina. Baja las escaleras sin zapatillas y cruza de puntillas por una habitación donde su viejo padre duerme. Junto a la puerta de la cocina, en el descansillo que hay antes de entrar al patio, se calza, coge su abrigo de una percha de plástico y sale de la vivienda.

Unas casas más abajo, entra en la panadería de Laura, le da los buenos días y Laura, nunca del todo resignada a aquella vida insomne que se prolonga demasiados años, le entrega la talega bordada con las iniciales A. J. que ya tenía preparada con 2 panes, 4 molletes y 2 barras.

Adela vuelve a casa, cambia abrigo por bata y entra en la cocina. Coloca la bolsa sobre uno de los poyetes y abre la bombona de gas; enciende uno de los fuegos del hornillo y pone una cafetera encima. Distribuye tres recipientes de metal y de plástico sobre la mesa y sirve en ellos varias raciones de comida.

Rafael entra en la cocina unos minutos más tarde. No dice nada. Se sienta y estira el brazo sin mirar hasta coger un vaso de café que ya estaba en el lugar esperado sobre la mesa y, acto seguido, un bocadillo que chorrea aceite por un lado. Come y en un descanso suspira fuerte y tose ruidosamente tres veces. Entretanto, Adela guarda los recipientes y el pan en una mochila que, nada más cerrar, agarra Rafael para salir con ella de la cocina.

Ya en el patio, Rafael abre una cancela para que salgan los perros, coge el cayado y se marcha por la puerta del corralón, la que da al campo. Adela le observa desde el escalón que da entrada al descansillo de la cocina. Unas palabras incomprensibles de despedida. No regresará hasta la noche.

Adela vuelve a la cocina y recoge los cacharos. Minutos más tarde sale al patio y mientras amanece limpia el corral de las gallinas y la entrada del corralón (la que da al campo). No mira al cielo. Entra en un cuartucho pequeño donde hay una pila y una vieja lavadora. Allí moja sus manos bajo un único grifo del que sólo sale agua fría, y sobre una pila de piedra va lavando una a una varias prendas de ropa. Muchas de ellas las mete luego en la lavadora y la pone en marcha.

Entra en el comedor, lo barre, pasa un trapo por la mesa y ordena algunos objetos del mueble-bar, casi todos pequeños retratos en color y alguno en blanco y negro. Con la escoba en la mano sube a la planta de arriba. Allí hace la cama, barre y organiza la ropa.

Vuelve a la planta baja y entra en una habitación oscura donde está su padre. Abre una ventana y se dirige a la cama para despertarle. En voz baja y, en tono más resignado que cariñoso, le da los buenos días y le dice que hay que bañarse. Trae dos cubos de agua templada y llena un barreño de plástico que saca de detrás de una cortina. Desnuda a su padre que apenas se vale por sí mismo y él cabizbajo se deja mover. Lo sienta en una silla y mete sus pies en el barreño; el viejo se acurruca con la mirada perdida más allá de los dedos de sus pies mientras Adela enjabona y enjuaga su cuerpo. Adela seca y viste a su padre y le acompaña al comedor. Lo sienta en un sillón rojo junto a la ventana, acerca la mesita con ruedas que hay a un lado del mueble bar y coloca encima una bandeja con un vaso de leche manchada, una magdalena y tres pastillas.

Adela se asoma a la puerta y mira al cielo. Entra de nuevo y sale ahora con la escoba. Barre el escalón y el trozo de calle más cercano a su casa. Va a la cocina y revisa el frigorífico. En el baño lava sus manos y cuelga su bata en la percha de plástico. Quita la bandeja a su padre y le acomoda frente a la ventana mirando a la calle. Sale al mercado a comprar fruta y carne. Hoy también hay a pescado.

De vuelta en casa prepara la comida con sobras de la de ayer: potaje. Para su padre, molido. Después de comer recoge la mesa y acompaña a su padre a la cama. Le ayuda a recostarse y cierra la ventana.

Mientras friega los platos entra en la casa su hija Pilar. Adela le dice que le deje a la niña, que no es molestia. Después de un silencio largo, la hija comenta que están pensando en marcharse del pueblo, que en cualquier otro sitio a su marido le pagarían más como albañil. Adela no se pronuncia y Pilar se va, dejando el carrito donde el bebé duerme en el descansillo del patio, y un cesto con ropa a su lado. Adela vigila al bebe mientras barre la cocina y friega la casa. Un par de horas más tarde su hija Pilar se lleva a la niña. Sale además con un par de bolsas de fruta y algo de pescado que le ha dado su madre y dejando la cesta de ropa junto a la pila.

Adela despierta a su padre. Torpemente lo consigue desplazar de nuevo hacia el sillón que hay junto a la ventana del comedor. Allí le espera un vaso de leche con galletas y dos pastillas.

Adela está en el patio. Riega sus plantas y friega los cuencos de los perros. Recoge la ropa tendida, entra en casa y la plancha. Está atardeciendo y recuerda que tiene que comprar las medicinas de su padre. Sin quitarse la bata sale acelerada a la farmacia y cambia recetas por cajas, mientras el joven boticario le dice algo que casi la hace sonreír.

Con más prisa que antes, llega a casa y se da una ducha rápida. Cambia su vestido estampado por otro similar y se dirige a la cocina. Mientras prepara la cena su marido abre la puerta del corralón. Ella aparta la olla del fuego, lo apaga y sale a recibirlo. Intercambian algunas palabras y entretanto él encierra a los perros ella le trae ropa limpia. Le ayuda a descalzarse, a desvestirse y a bañarse.

Adela entra en la cocina con prisa como si le hubieran faltado unos minutos para ultimar la cena. Su marido sale a tomar unas copas de vino al bar. En ese intervalo, Adela coloca el mantel en la mesa del comedor y sirve el plato de su padre. El viejo musita que ya se quiere morir y Adela le reprende con la mirada. Le ayuda a comer y antes del postre él insiste en que se quiere ir a la cama, que no quiere más. Adela lo acompaña y él se deja llevar arrastrando los pies hasta la habitación. Le desnuda y le pone un pijama azul celeste que él rechaza sin fuerzas.

En ese momento llega su marido a la casa. Cierra la puerta con llave, mira la mesa y grita que por qué pone el mantel en el comedor, que él come en la cocina. Adela muda todo de sitio sin rechistar. Sirve el plato de su marido y después el suyo. Se levanta en varias ocasiones para traer pan y fruta. Terminada la cena su marido sale unos minutos al patio, fuma un cigarro y después se va a la cama.

Adela recoge y lava los platos. Se queda aún un rato más preparando la comida que Rafael se llevará al campo mañana, y tendiendo la ropa de su nieta que acaba de lavar a mano en la pila. De vez en cuado mira hacia atrás y vigila por si Rafael baja.

En un descuido tropieza con el cayado y para no caer se apoya sobre el muro del patio. Alza su mirada al cielo y piensa en cuando era joven durante uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve segundos. Se restriega los ojos sin lágrimas y por un instante parece que se va a dejar caer al suelo. La tos ronca y fingida de su marido en la planta de arriba la hace reaccionar y se reincorpora.

Antes de entrar en la casa observa que la vela roja, que mantiene encendida en el plato de ducha roto que hay junto a la pila, está a punto de apagarse. Se inquieta y busca otra en el viejo armario de metal. Una vez encendida y fijada en el suelo apaga la otra. Durante unos segundos cierra los ojos y hace que reza. Al final se santigua y repite dos veces su deseo: "¡Qué les vaya bien. Qué les vaya bien!" Acto seguido piensa para sí: "Lo mejor es que se vayan".

Ya en la cama se acurruca casi al filo del colchón para no despertar a su marido y se duerme. Está cansada, muy cansada. No sabemos si Adela sueña.


 


Remedios Zafra