La oliva del aceituno

 

 

Hace tiempo que deseaba preguntar a la abuela el origen de nuestro apellido "Oliva" o, cuando menos, quiénes y cómo habían sido mis bisabuelos, si la anciana mujer acaso no lo había olvidado, o si es que alguna vez lo supo (en nuestra familia no había lo que se dice "buena comunicación").

El caso es que siempre quise preguntárselo pero nunca hallé el momento. Para alguien tímido como yo era difícil vencer el extremo pudor que infundía el hogar de la abuela; un aura de respeto que desde el zaguán vestía al que entraba en su casa. Y, como en las casas de pueblo suele pasar, de alguna manera, su casa también era "ella".

Como les digo, la abuela no era especialmente habladora y, aunque yo era su único nieto varón y en algunas familias éste era motivo de mayor aprecio, rara vez me mostraba atención más allá de un enérgico pellizco en las mejillas y un singular mohín de boca y ojos (que antes seguramente fue más sonrisa que mueca) fingiendo alegría al verme.

La abuela no respondía a la clásica imagen de abuelas de ciudad que yo veía en la televisión: señoras de permanente, vestidas con colores llamativos y asiduas visitantes debalnearios. Pero sí se parecía bastante a otras abuelas del pueblo.

Ella era una señora viuda de siempre. De piel blanca, casi transparente, parca hasta el miedo en palabras (palabras cariñosas, sobre todo), desconocedora de la moda y de las tendencias... Confieso que más de una vez estuve tentado de regalarle un vestido de color, pero aunque de pequeño ella me cambiaba los pañales, reconozco que no teníamos ya demasiada confianza como para garantizar que lo aceptara o que, por el contrario, se enfadara conmigo por no respetar su luto "infinito", o que me llamara "marica" por el simple hecho de que siendo hombre me gustara la ropa y me interesara por su imagen. Desde muy pequeño me acostumbre a la simplificación del tópico. Era una salida frecuente para aquellos que ven el mundo partido en dos y nos regalan una infancia de insultos y miedo a quienes no somos como ellos. ¡Torpe de mí!, que pensé que la abuela sería de esos. No obstante, que yo sea o no homosexual no sería el primer asunto que hablaría, de haber comunicación, con la abuela.

Y sí, claro que la abuela era conservadora en su imagen pero también reconozco que tenía cierto estilo. Vestía siempre y escrupulosamente de un negro inmaculado: zapatillas de trapo negro con nada de cuña, medias negras -si el calor lo permitía-, falda negra, blusa negra y si hacía fresco o frío, rebeca o abrigo de paño negro. Hasta en esto era autosuficiente la abuela. Casi todo lo cosió y lo recicló ella. No había retal de tela negra del que no sacara algún pañuelo o un impecable remiendo para sus ropas.

Hubo un tiempo en que mientras ella cosía yo le hablaba, no mucho, ciertamente, pero reconozco que lo intentaba. Había palabras que a la abuela no le sabían a nada: playa, cine, teléfono, ordenador, Coca Cola, vacaciones, avión… Otras que, sin embargo, le inspiraban una cadena de nombres, canciones y recuerdos en cuya pronunciación parecía transmutarse, convirtiéndose por momentos en una persona sociable y tímidamente extrovertida. Estas palabras eran: "trabajo, tierra, algodón, campiña, cortijo, viña, mulo, tomates, manzanas, peras, pepinos, granadas, cebollas, habas, trigo, almendras, caminos, frío y calor". El único problema, es que aquello que le inspiraba era siempre la misma historia.

En raras ocasiones la abuela había reaccionado a una interpelación mía con algún comentario referente a mí. Quiero decir que siempre se las ingeniaba para contar aquella historia de: "trabajo, tierra, algodón, campiña, cortijo, viña, etcétera", y nunca me incorporaba en sus conversaciones. Hasta el punto de que nuestra relación se había limitado a una repetición mecánica de mis mismas palabras y sus mismas respuestas. También de sus mismos silencios.

Reconozco que yo automaticé mis gestos y sólo representaba, pero ella cuando hablaba del campo y de su juventud parecía entusiasmada, incluso siendo la enésima vez que contara lo mismo. En raras ocasiones esto no fue así, quiero decir que dijera algo imprevisto. Que yo recuerde sólo un par de veces.

En una de ellas, su voz irrumpió en un silencio de butaca para decirme: "Lo mejor es que te vayas". Y después de una pausa larga, como intentando encontrar la manera de apostillar lo dicho con una explicación, emitió un sonido ininteligible y se calló. Acostumbrada a cerrar los ojos mientras se balanceaba nunca sabía si estaba despierta o dormida, por ello interpreté este amago de cercanía como parte de un sueño en el que revivía alguna conversación que no tuvo con mi madre ya fallecida, o alguna que no se atrevía a tener conmigo. Pero no le di más importancia.

Hubo, sin embargo, otra ocasión en la que sí parecía lúcida y consciente.

Aquel día sufría yo un estado agudo de alergia y, para colmo, me había salido una pequeña llaga en la lengua, causándome un escozor constante y muy molesto. Al decírselo a la abuela me pidió que abriera la boca y que le enseñara la lengua. Como distorsionando la mueca familiar de su cara, sacó la suya y, presionándola levemente con su reducida dentadura superior, la expuso durante unos segundos a mis ojos mientras la señalaba con un dedo.

-Eres "Oliva" como nosotros. Tu lengua está agrietada como nuestras raíces- dijo. Acto seguido subió al desván y al poco rato bajó con un par de manzanillas ácidas, de esas tan ricas que desde hace años (decía) ella misma traía del huerto.

-Abuela, no creo que la acidez me siente bien- dije, sabiendo que no aceptaría un no por respuesta.

-No es la acidez la que te curará- precisó ella.

Por si acaso el chocheo propio de la edad había acentuado su tenacidad, y temiendo que me obligara a comer las manzanas verdes como si fuera un crío, la obedecí y mordí una, fingiendo malamente después:

-Increíble, abuela, todo arreglado. Ya estoy bien, gracias. Ahora tengo que irme- le decía desde el portal pensando en escupir el trozo nada más salir.

Una vez en la calle no fue necesario escupir nada. La manzana pareció fundirse en mi boca y algo neutralizó el picor calmando la herida y aliviando los síntomas de mi alergia.

-¡Vaya con la abuela!- pensé.

Con el paso de los días, me lamenté de no haber sabido aprovechar aquella ocasión para interrumpir a la abuela y haberle preguntado sobre el origen de nuestro apellido "Oliva". Si bien, lo más probable, en dicho caso, es que ella hubiera derivado a contar su historia de "trabajo, tierra..." y todo lo demás.

Que conste que yo valoraba ese ejercicio repetitivo y previsible de sus monólogos y conducta como algo que la abuela necesitaba. Pareciera que reiterar los fogonazos de su historia la asentaba en la vida, diluía cualquier amago de sufrimiento, de pérdida, de "otra vida posible". Impensable otra vida, otra escala, otra felicidad ahora que no pasara por compartir, a modo de cosecha inmortal de palabras, ese libro personal memorizado y protegido por la abuela.

Esto pensaba cuando se me ocurrió algo aparentemente absurdo, pero... no tenía nada que perder. Tal vez, si fingía tener la lengua enferma de nuevo podría enlazar mi pregunta al comentario de la abuela sobre "las lenguas de la familia". Porque era del todo previsible que ella repetiría exactamente la escena que ya habíamos vivido.

Así lo hice y de momento todo parecía ir bien. La abuela me pidió que abriera la boca y que le enseñara la lengua. Como aquella otra vez, sacó la suya y presionándola levemente con su reducida dentadura superior la expuso ante mí durante unos segundos mientras la señalaba con el dedo. Acto seguido dijo:

-Eres "Oliva" como nosotros, tu lengua está agrietada como nuestras raíces.

Debía estar preparado para que no se me escapara. Si se levantaba y subía las escaleras a por sus manzanas nada podría detenerla, así que tenía que estar concentrado para pisar su última palabra y pedirle:

-¿Podrías contarme algo sobre nuestras raíces, abuela?, ¿por qué están agrietadas? ¿Quiénes eran tus padres?, ¿tus abuelos?... Ya no me duele, de verdad. Háblame de ellos, por favor.

La abuela que a punto estuvo de seguir la inercia de aquel recuerdo cercano que la llevaba al desván, dudó unos segundos y permaneció sentada en silencio durante un instante largo. Por ratos movía la cabeza, como asintiendo, y empujaba la butaca como si formara parte de un sencillo ritual de invocación que le ayudaba a refrescar su memoria, o como si, simplemente, no quisiera hablar del tema. Con poca esperanza conforme pasaba el tiempo, me mantuve en silencio hasta que...

-Mamá era una Oliva- sentenció.

No supe interpretar esa frase, si es que algo había que interpretar. Si nuestro apellido era Oliva la bisabuela podría ser considerada también Oliva si, como era habitual entonces, hubiera tomado el apellido de su marido o si fuera ¿su hermana o su prima?... No, según interpreté después, parecía que la abuela no se refería a una relación incestuosa ni filogenética, sino a algo realmente estrambótico.

-Mamá era una Oliva- repitió ahora muy despacio. -No, no una aceituna, sino un árbol, un olivo hembra. Una Oliva de tronco retorcido y raíces agrietadas... Y ella lo sabía. Eso era lo verdaderamente importante. Papá... era un Manzano, no demasiado alto pero de buena planta. Mamá era mucho mayor que él. M ás de cien años tenía cuando le conoció... pero desapareció un día que se la llevaron a la ciudad... para adornar no sé qué edificio. Papá Manzano se murió al tiempo... Ellos sabían lo que eran y se sentían orgullosos de ser lo que eran.- Y dicho esto, por primera vez la abuela tomo mi mano y la abrazó entre las suyas, de una manera que marcaría la medida de los abrazos de manos desde entonces. Después hizo como si se reincorporará para volver a balancearse, manteniendo la mirada perdida. Gradualmente fue soltando mi mano y continuó hablando en el tono habitual que hasta aquel día habían tenido sus palabras:

-Poco más sé. Yo sólo sé de trabajo, de trabajo en la tierra. ¿Sabes que hace mucho tiempo recogí algodón en la campiña? ... Era muy joven. Antes y después de hacerlo viví en un cortijo, cuidé una viña... A veces iba en mulo, a veces andando. Durante muchos años cultivé tomates, pepinos, cebollas y habas y los vendía al peso en la plaza. También sacábamos granadas, manzanas, peras y almendras. De jovencita sembré trigo; caminé por todos los caminos de aquí a muchos kilómetros. Pasé frío y calor, mucho frío y mucho calor…-

Entre sus palabras de siempre aquella primera declaración resultaba delirante. O la abuela se había trastornado realmente o tenía un sentido del humor no reconocido por la familia. Eso, o había mitificado hasta tal punto su pasado que manejaba un código personal, que yo no sabía cómo descifrar.

¿Cómo podía incluir en su retahíla de recuerdos cada vez menos pormenorizados aquella alucinación? ¿Cómo? Si su vida arrastraba tanto trabajo y sacrificio, tanta seriedad, que la broma nunca tuvo cabida en aquella casa. Imposible para sus palabras, ni siquiera la ironía... Descartado. No podía estar bromeando. Tampoco parecía cosa de chocheo, durante aquella inolvidable confesión se la veía lúcida y concentrada. El caso es que algo debió pasar por su cabeza que distorsionó el realismo con que siempre hablaba de su pasado.

Por más que esperé sentado junto a su butaca, aquel día nada más pude saber, salvo que la abuela afirmaba que existen olivos hembra y que sus padres eran árboles. Pensé de todo, incluso supuse que quizá la abuela rehuyera hablar (en otro tono) de su familia porque no la conoció y creció sola en los cortijos. Sin embargo, después de aquella confidencia quedé meditabundo y recordé unas palabras que la abuela pronunció hace unos años y que, tras lo vivido, tal vez adquirieran ahora otro sentido: «Somos tan de aquí como los olivos», dijo en una ocasión.

Puede que en una vida enteramente dedicada al campo aquellos con los que compartió más horas fueran los árboles y la tierra... Puede que al revindicar que éramos de allí no hiciera sino asentar (metafóricamente) su deseo de que «quería que fuéramos de allí».

Reconozco que a pesar de mis intentos por racionalizar el secreto de la abuela, todo me parecía muy extraño y confieso que, después de valorar las múltiples lecturas posibles, la que en el fondo más me convence hoy, es la literal: que venimos de las olivas.

Y es que, ¿cómo se explica si no que después de la muerte de la abuela un pequeño árbol (que no arbusto) haya crecido sobre su tumba? Por mucho que el barrendero del cementerio vaya diciendo por ahí que he sido yo el que ha plantado el olivo. Juro que yo no lo he hecho. Así se lo he dicho mil veces. Él se sonríe, claro y, aunque tengo la certeza de que no me cree, no me importa. Tampoco creería lo de mis manzanas verdes imperecederas y, mucho menos, que lo que ha crecido no es un olivo, que es una oliva.

 

 

 


Remedios Zafra