Suelo apagado
Bajo
casi todas las casas blancas de este lugar se extiende una delgada
cenefa negra, pintada habitualmente con nogalina. Las mujeres actúan
como las guardianas de esta firma y mientras la casa esté
habitada la vida se levantará sobre ella, sobre la cenefa,
ese falso horizonte que convierte en cielo, en manuscrito blanco,
estratigráfico de cal, las paredes
Artificial
elemento, sutil, la cenefa es (todos aquí lo saben) un abismo
que separa (¿o será que une?) la vertical en que se
vive de la horizontal en que se muere. Si la casa está viva,
sin permiso para cerrar los ojos, cincelará un intenso amanecer
paralizado; si está viva, la cenefilla escribirá un
aliento bajo las casas que, por contraste, duplicará la cal
del cielo, congelando el tiempo en sus paredes, protegiendo las
venas de la tierra que sutura (a la par que se dibuja). No sea que
el campo y el tiempo se adentren demasiado.
Si
no la pintan... ¿cómo podrían garantizar los
que aquí viven que sus casas no se convertirán en
olivos y que, sin la cenefilla, no echarán raíces
las paredes?
***
Aurorita
dejo de pintar la cenefa cuando su marido Manuel murió. El
hombre pasaba de los ochenta y llevaba un tiempo diciéndose
a sí mismo: «Lo mejor es que me vaya... Lo mejor...
es que me vaya». Y una tarde, postró la cabeza sobre
sus manos y ya no la levantó. Tranquilamente se dejó
ir.
Hace
años que vivían solos en el pueblo porque sus hijos,
como casi todos los más jóvenes, se marcharon a las
ciudades del norte.
Antes
de que Manuel muriera Aurorita fue una mujer risueña y optimista.
Se apreciaba sobre todo en su voz, clara y enérgica. También
en un par de pronunciadas arrugas junto a su boca, de esas que se
labran en la cara de los que siempre sonríen, como algo natural.
Dijera lo que dijera las arrugas estiraban su boca para hablar desde
la sonrisa, mientras en el fondo de su garganta un eco femenino
parecía tararear una musiquilla de fondo, un ritmo infantil
y acompasado que de tener letra diría algo así como:
«Las ca-bri-tas de Juan Se-rra-no lle-gan tar-de, se van tem-pra-no...»
Aurorita solía cantar ésta y otras canciones mientras
hacía un juego de manos a los niños que se sentaban
en el escalón de su casa. Ella tenía las manos especialmente
largas y como el juego consistía en atrapar las de los niños
(y Aurorita no hacía trampas) siempre ganaba.
Físicamente
llamaba la atención su estatura ya que era una mujer alta
para la escasa altura media de los lugareños e, incluso ya
anciana, no andaba encorvada como muchas personas de allí.
Claro está que ella vivía en la parte llana del pueblo
y no tenía que sufrir cuestas imposibles donde el cuerpo
y su caminar tienden a posturas de recogimiento.
Aurorita
tenía la piel blanca salvo brazos y rostro dorados por el
trabajo en el campo; el pelo negro impecablemente recogido en un
moño bajo. Y solía llevar vestidos oscuros, siempre
tapados con una fina bata sin mangas color violeta con minúsculas
florecillas blancas.
Le
gustaba pintar su cenefa con la bata puesta, lo hacía cada
año al terminar el encalo, unos días antes de Semana
Santa. Con la cenefilla, borde casi negro, remataba la fachada blanca,
como si la pared fuera tela y la línea pintada su dobladillo.
El conjunto pared y cenefa al ojo relumbraba minimalista
pero al tacto se sentía barroco y repleto de rugosidades
irrepetibles, como una camisa de piedra hecha a medida de su hogar,
renovada y almidonada cada año.
El
mes pasado apenas se veía ya la cenefilla de su casa. Se
percibía un rastro sutil con una mínima intermitencia,
como la respiración de Aurorita entonces, luchando y cediendo.
Más cediendo que luchando. Más cediendo y... se borró.
Hoy
la casa de Aurorita luce distinta. La hija menor se ha separado
y ha decidido venirse a vivir al pueblo con sus niños pequeños.
Se ha quedado con las tierras que tenían sus padres junto
al arroyo. Lo que antes fue un huerto, hoy terruño salvaje.
Con gesto esperanzador, decía a los vecinos que lo estaba
recuperando y que, de momento, había plantado habas. Al decirlo
cruzaba los dedos.
Hoy
la casa de Aurorita está recién encalada y a sus pies
su hija, de perfil similar al de la madre pero cambiando su lustrosa
bata violeta de florecillas blancas por un desgastado pantalón
vaquero, y la nogalina por pintura negra, firma con un pincel un
nuevo pacto con la tierra, una esperanza de vida para la casa, para
el pueblo, para el huerto, para Aurorita.
Remedios
Zafra
|