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Histerectomías de la tierra (el éxodo)
Irse y volver supone no irse del todo, no quedarse del todo. Irse
y volver es un éxodo ficticio, un purgatorio para el nómada.
Porque abandonar un lugar para irse por siempre supone, cuando menos,
hacer una mudanza, despedirte de los que se quedan y dotar de trascendencia
el viaje. Cabe la vuelta, claro, pero sólo como visita, no
más. Sin
embargo, este irse y no irse es como vivir en los muros y despertar
cada día con un pie del lado de una habitación diferente.
En
las últimas décadas muchas mujeres nacidas en pueblos
arrastran esta condena fantasmal de estar y no estar a un mismo
tiempo. Habiendo salido de sus primeros hogares para buscar mejores
condiciones de vida y trabajo, siguen regresando allí de
donde se fueron para cuidar, acompañar y querer a lo/s que
se queda/n.
Puesto
que para quien se va no hay lugar más prohibido que aquel
del que se sale, ellas no corresponden a ese grupo de los que se
marchan, sin más. Ellas se van y se quedan al mismo tiempo.
De hecho, vuelven a su pueblo cada pocos días, cada semana,
a lo más cada mes. Y se preguntan en el pueblo: «¿Es
irse este irse a medias?»
Ellas
no tienen un relato épico que contar, ni una guerra a sus
espaldas, ni siquiera una posguerra, ni hambre, ni dictadores; no
cargan con motivos que las conviertan en mártires, víctimas
o refugiadas... Ellas, que sólo conocieron todo esto que
les precede por intermediarios, se fueron no por ideales ni por
religión. Irse por algo tan «prosaico» (para
la Historia) como un trabajo las condena a ser fantasmas de segunda.
Volver por algo tan invisible (para la Historia) como las historias
de los afectos, las convierte en invisibles.
Sus
padres escucharon de boca de otros que ya lo vivieron como, al principio
despacio y después con cierta rapidez, muchos pueblos dedicados
a la ganadería y a la agricultura fueron menguando hasta
desaparecer un día. Escucharon
que esto también les pasaría a ellos. El anuncio pareció
convertirse en destino innegociable para los habitantes de los pueblos
pequeños. Diría incluso que al ser tan terrorífico
nadie dudó del mismo (en los pueblos tendemos a creer que
todo, incluso lo peor, es posible). De esta manera, más que
resignarse, al prepararlo todo para que el éxodo no les pillara
desprevenidos, inconscientemente lo fueron haciendo posible.
Ninguna
persona recuerda si el origen tuvo voz de adivino porque el rumor
corría velozmente de boca en boca, pronosticando (auspiciando)
la inminente diáspora de los jóvenes, especialmente
mujeres, y la posterior desaparición del pueblo. Así,
desde los años ochenta muchas se fueron, pero la mayoría
sin irse del todo, como los espíritus de los muros y de las
carreteras.
Su
viaje, por tanto, no fue un viaje convencido. Cuando uno es joven
se confía en aquellos que te piensan desde afuera y las decisiones
son compartidas con otros, más de los otros que de uno. Con
el paso de los años, cuando se envejece, se aprecia que en
aquel temor no había sino una intuición, una inseguridad
colectiva, un fundamento mágico o subjetivo en muchos casos,
una consigna camuflada por alguien que pretendía que aquello
fuera así. «Alguien»
a quien sólo le bastó ampararse en la resignación
de los que creen que todo (más lo malo que lo bueno) es posible.
Este
«alguien» a quien reconforta culpabilizar es metafórico,
claro está, pero no pueden fiarse, son los peores. Resbaladizos,
camaleónicos y constantes en sus propósitos, terminan
por hacerles creer que no había alternativa. Les convencen
de que existen de verdad y que son peligrosos, muy poderosos.
Al
poco tiempo de marcharse, las mujeres sintieron un pequeño
pánico a no ser de ningún sitio y quisieron aferrarse
más a su pueblo que a ningún otro lugar. Obviamente
esta sensación era más intensa cuando no estaban allí
y la ausencia se transformaba, irreparablemente, en «presencia».
Cuando más que emigrantes o exiliadas eran huéspedes,
visitas de un tiempo. En esos intervalos el sentimiento de pérdida
posible les provocaba unas ganas terribles de llorar.
Hasta
que un día comenzaron a espejizar en los paisajes urbanos
imágenes de su pueblo. Y así, los bloques de apartamentos
de diseño minimalista se convirtieron en casas blancas de
ventanas barrocas repletas de geranios; el ruido crónico
del tráfico en el trino sostenido de los pájaros;
el cine en la misa de ocho; y las filas de coches que se pierden
entre colinas de hormigón en hileras de olivos que se emborronan
en un horizonte infinito.
Cuando
se producen estos espejismos las mujeres piensan seriamente en su
condena: ir y venir «¿Y si nos quedamos aquí
para siempre? ¿Y si volvemos allí para siempre?»
Pero la crisis suele durar poco y, finalmente, deciden optar por
una posición intermedia: estar y no estar a un mismo tiempo.
Esto lo hacen aun a sabiendas de que esta fórmula es el primer
paso para desaparecer, pero les resulta imposible quedarse del todo
y les resulta imposible irse del todo.
Decoran
sus casas de la ciudad con fotos del pueblo y, en ocasiones, convierten
su dormitorio y su salón en una réplica rústica
de los que obsesivamente ven difuminados por la amenaza de la desaparición,
como quien hace copias compulsivas de los documentos que teme perder.
Recrean en sus cuartos el olor a jazmines, las sillas de enea y
las camas de hierro. Duplican el original por si en un retorno ya
hubiera culminado el augurio.
Al
hacer esto vuelven a corroborar que inevitablemente se acercan a
una forma de desaparición, reproduciendo las mismas habitaciones
en lugares distintos, estando y no estando. Ellas no pueden evitarlo
y viven con esa dolorosa contradicción, con esa necesidad.
A
veces se despiertan con un sueño y un grito: «¡Huye!,
¡Quedarse es fracasar! ¡Lo mejor (no) es que te vayas!»
Pero después no recuerdan con nitidez si el sueño
decía «lo mejor es que te vayas» o «lo
mejor no es que te vayas» y entonces vuelven a hacer ambas
cosas.
En
el fondo saben que el «sueño» no proviene de
un sueño, sino que todas lo vieron en los ojos de sus padres.
Ojos que, por un lado les incitan a marcharse y, por otro, les enseñan
la chispa tatuada de la última puesta de sol (justamente
igual que la primera que ellas recuerdan). Esa que sólo precisa
de sus ojos para ver, querer ver.
Si
no fuera porque no tienen un relato épico que contar y nunca
se aferraron a ningún fanatismo. Si no fuera por su enfermiza
responsabilidad y por el camino andado, muchas mandarían
todo al cuerno y cambiarían su destino. Algunas
se marcharían del pueblo «sin miedo», otras se
quedarían «sin pena» y algunas volverían
de nuevo a la casa de la que salieron, a repensar su aldea, a reconstruir
el suelo bajo sus pies, a devolver el declive (auspiciado) a su
lugar primero: al mito; a su lugar deseado: a la estadística
fallida.
Háganme
un favor: Si las ven preocupadas en una curva, junto a los fantasmas
de la carretera, en un supermercado de la periferia urbana, estudiando
en una biblioteca pública o retocando su cenefa en el pueblo,
párense para decirles que eso de «lo mejor es tal o
cual cosa» es otro invento, que no tengan miedo. Insistan,
que no tengan miedo.
Remedios
Zafra
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