Adela (2032)

 



Hoy Adela está irritable. Infrecuente estado para alguien como ella, que de no reír ni llorar parece tener la piel de plástico, tersa y límpida como un lactante sin arrugas.

A Adela, habitante del sector B del pueblo le ha tocado inspeccionar las zonas A y C. Aquellas que los habitantes de la zona B hace décadas que no visitan. Adela sólo desea que las horas pasen rápido para encontrarse de vuelta en su oficina de turismo rural con la misión cumplida.


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Hace tiempo que el pueblo fue dividido en tres sectores separados entre sí por infranqueables (pero invisibles) muros. Desde entonces la comunicación entre ellos sólo era posible por pequeños túneles cuya ubicación era mantenida en secreto por los gobernantes. Nadie quiere recordar los motivos que originaron las tres zonas ni los ideólogos de las mismas. Sólo saben que en cada una de ellas se experimenta una alternativa económica y vital diferente:

Sector A: Monocultivo.
Sector B: Agricultura sostenible y turismo rural.
Sector C: Parque natural.

En la zona B las cosas no van nada mal, por ahora. Su sector se ha convertido en un próspero modelo de agricultura sostenible. Los cultivos están diversificados y mantenidos por mujeres y hombres de distintas edades y, en mayor o menor medida, se favorece la iniciativa.

A ello se une la pequeña cooperativa de turismo rural, un negocio minoritario pero rentable para muchas familias. De momento se orienta especialmente al alquiler de casas y al desarrollo de actividades que impulsan y mantienen el pequeño parque natural B (un trozo cercado de sierra asignado a esta zona). Casi todos los clientes de la empresa son extranjeros. Por ahora su labor ha repercutido positivamente en el pueblo, incluso en que haya más niños en el colegio: tres pequeños ingleses que ayudan al bilingüismo de los de infantil y a que los mayores chapurreen (todavía a gritos) «Hello» y «Good Bye» cuando saludan a los críos.

Que Adela recuerde fue una apuesta colectiva, aunque hubo un empujón importante de las generaciones más jóvenes que habiendo estudiado fuera eligieron trabajar en el pueblo. En los años noventa esto no era fácil, pero se empeñaron en que si no existían trabajos rurales que les gustaran tendrían que inventárselos.

Internet fue una herramienta clave para la reforma del sector B. Tanto para la apuesta por la sostenibilidad, la gestión y venta internacional de sus productos, como para animar a los visitantes a quedarse. Sin duda vivir en un pueblo donde el teletrabajo era una realidad era todo un incentivo. Piensa Adela que invertir en la digitalización del lugar fue un acierto, sí. Y ella, que rara vez tomaba partido por decisiones colectivas del pueblo, en este caso se sentía orgullosa de su comunidad. Excepcional y efímera muestra de estima, pues su estado habitual era la indiferencia.


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Antes de comenzar su viaje aquella mañana temprano, Adela ya no estaba ni indiferente ni orgullosa de nada ni de nadie. Ella estaba sobre todo irritable, muy irritable. Ese día su primer destino fue la oficina de gestión del ayuntamiento tercio B. Allí pidió los mapas del antiguo pueblo y los planos donde se señalizaban las entradas. De mala gana se despidió del funcionario que la había atendido, y masculló para sí un par de insultos a su mala suerte y al bombo del que salió su nombre para aquella inoportuna expedición.

Sin más demora emprendió su marcha con intención de terminar cuanto antes. Se dirigió a la parte más baja del pueblo. Durante unos metros tomó el camino verde, antes vía de tren, donde circulaban algunos forasteros en bicicleta. Cruzó el puente de hierro y tomo la salida del arroyo Bailón que en aquellos días de primavera llevaba agua, desde allí caminó varios minutos por las laderas de los tajos hacia la cueva que llamaban del Fraile.

Apenas la divisó se detuvo para comprobar que llevaba todo lo necesario en su mochila. Después subió con cierta dificultad la empinada cuesta, casi pared vertical, sobre la que se alzaba enorme la estalagmita con forma de busto monacal que daba entrada y nombre a la caverna.

Una vez dentro halló a la espalda del fraile cuatro agujeros que parecían converger en un mismo pasillo periférico que rodeaba al vestíbulo de la cueva. Sin embargo, no sólo se comunicaban entre sí sino que, en función del que se tomará, podían percibirse nuevas cavidades en diagonal y túneles hacia el interior de la montaña.

Adela sacó el plano, lo revisó muy por encima y se introdujo en uno de los agujeros abriéndose paso con la linterna. Anduvo semiagachada y en cuclillas a ratos durante más de treinta minutos antes de divisar luz natural al otro lado. Si el mapa era correcto se encontraba ya en el sector A, al que había llegado bordeando la montaña.

Nada más salir se detuvo en un llano de hierba techado por almendros. Brillaban verdes y estaban repletos de ayosas. Tras guardar algunas en su mochila, se sentó bajo uno de ellos durante unos minutos.

Habituada a los paisajes del sector B, apreció la extraordinaria similitud de la hierba, los lirios y los árboles, el mismo cielo y la misma tierra. Por un momento creyó que algo inquietante debía ocultarse tras aquella semejanza ¿para qué una frontera si no separa lugares diferentes? Sin duda, hasta donde alcanzaba a ver todo era familiar.

Los alrededores de la zona A eran bellos. La estación favorecía su esplendor y la vegetación se dejaba explotar sobre numerosas vías, como si hace años que nadie las limpiara. Sólo la carretera principal parecía estar plenamente transitable. El aspecto del campo era tímidamente salvaje pero sosegado. Daba la impresión de que se descansaba de un parto reciente. Y así era, pues hacía poco que había finalizado la recolección de aceitunas.

Conforme se acercaba al sector edificado del pueblo las cosas empezaron a cambiar. Adela observó que, a diferencia de los edificios de la zona B, en este lugar la mayoría de las casas no habían sufrido reforma alguna en muchos años, tampoco se habían encalado desde hacía tiempo. Las paredes exteriores de las viviendas no eran lisas como las del sector B. Mostraban irregularidades que a Adela le recordaban el tacto de las piedras de la cueva, aún recientes en su memoria. La falta de rectitud no resultaba a simple vista algo diferenciador y, probablemente, un forastero no habría recabado en la misma pero, de una forma u otra, todos allí eran expertos en paredes encaladas por lo que la percepción estaba especialmente aguzada en sus bases y texturas.

En general las casas lucían descuidadas y en conjunto las calles parecían antiguas, como las del fondo de las fotos que Adela heredó de sus abuelos. No obstante, algo, como entrópico, las diferenciaba. Salvo en la alternancia de casas habitadas y casas abandonadas (aproximadamente, tres abandonadas, una habitada, tres abandonadas, una habitada) en la zona urbanizada del sector A se apreciaba un cierto desorden.

Dicha sensación era fruto de las anárquicas reformas de las pocas casas ocupadas, contrastando con la homogeneidad de las construcciones clásicas, ahora en plena decrepitud. En lugar de tejas de barro las casas nuevas tenían chapas de uralita y no estaban encaladas sino pintadas de colores claros o imitando piedras no autóctonas. Tampoco mantenían los clásicos enrejados, sustituidos por cierres de cristal y persianas rígidas. A Adela, sensible y exigente con la imagen del pueblo -imagen que en el fondo le daba de comer- le resultaban algo chirriantes aquellas combinaciones.

También le sorprendió que hubiera casas de este tipo a las afueras del sector A, construidas en pleno campo, especialmente en zonas de interés natural, donde con seguridad los del sector B habrían puesto el grito en el cielo, por considerar que deben protegerse del ladrillo.

A Adela le costó localizar habitantes con los que poder hablar, pues las calles estaban vacías. Logró hallar a dos hombres en los alrededores del pueblo, salían de la vieja almazara de aceite con aspecto de estar trabajando en su interior. Poco acostumbrados a recibir visitas, enseguida se percataron de la presencia de Adela y se aproximaron a ella.

Según decían, en los últimos veinte años la zona A dedicada exclusivamente al cultivo del olivar había sido progresivamente abandonada. Apenas quedaban unas doscientas personas en el sector, la gran mayoría hombres y unas pocas mujeres, casi todas mayores y ancianas. El futuro de la comunidad era para ellos frágil y muy incierto. Parecían desmotivados y evitaban entrar en explicaciones.

A pesar de que ninguno de ellos superaba los sesenta años, el rostro de uno, especialmente arrugado por el sol, le hacía mucho más viejo. En la sentencia que repetía este último al final de todas sus frases: "Así son las cosas. No hay alternativa", se dejaba entrever la resignación negra de los ancianos nonagenarios que ya se quieren morir y sólo esperan el día.

El otro, sin embargo, era algo más joven (o parecía algo más joven por su actitud). Él confiaba en que la zona remontaría, que lo mejor no era marcharse y que convencerían a gente joven de otros lugares para que vinieran a vivir a ese sector.

Adela escuchó a los agricultores, paseó por el pueblo, tomó notas de todo y regresó a la cueva. Antes de entrar de nuevo en el túnel a Adela le había salido una arruga bajo su ojo derecho.

Pasaban las dos de la tarde cuando volvió a verse en el vestíbulo de la Cueva del Fraile. Esta vez dispuesta a encaminarse al sector C, la zona del pueblo plenamente integrada dentro del parque natural.

Adela ya no estaba irritable, se sentía triste, pero no tenía tiempo que perder ni ganas de retrasar su nueva expedición y, en consecuencia, su vuelta a casa. Con dolor de espalda por su primer trayecto y sin apenas hambre por un pequeño nudo en el estómago se metió en otro de los agujeros. Si el mapa era correcto le llevaría a la zona C.

El camino esta vez fue más largo y complicado. A las puntuales cuestas que tenía que subir a gatas se unían las numerosas estalactitas activas y los charcos de agua que, bajo ellas, se escurrían lentos por pequeños orificios y grietas del suelo. Todo parecía indicar que detrás de las minúsculas cavidades se abrían otras y más allá otras. Adela comenzó a obsesionarse con los posibles habitantes de esos agujeros interminables, y aceleró su marcha para no tentar la suerte con algún compañero inesperado.

Desaliñada y nuevamente de humor arisco, salió por un agujero que tuvo que ampliar desde el interior de la cueva, ya que había sido cubierto por una higuera y varias rocas, posiblemente desplazadas durante alguna tormenta.

La zona C se encontraba en la parte más alta del pueblo, la más cercana a los cortijos de la sierra y de la que salía el único camino hacia la Cueva de los Murciélagos, situada en una de las cumbres de las montañas.

Adela no pudo encontrar el camino que aparecía en su mapa y que la llevaría hacia las casas. Todo allí parecía no estar tocado por la civilización. Y, si bien los paisajes tenían la misma vitalidad diáfana de la primavera del sector A, y las flores y los árboles eran igual de hermosos, ella percibía en el ambiente algo extraño, como vidrioso.

Adela logró orientarse con la luz del sol y algunos datos que logró descifrar de su mapa. Donde había cañadas para el ganado ya no quedaban sino señales intuidas e intermitentes de su existencia. Ningún signo de que por allí pasaran cabras y ovejas de manera habitual.

Adela observó que junto a los que en otro tiempo fueron caminos y en las faldas de muchas laderas se disponían montículos de piedras escrupulosamente ordenadas, como pequeñas pirámides artesanales. Sólo eran percibidos por su secuencialidad, pero en muchos casos se encontraban camuflados en parte entre los arbustos.

Todo hacía pensar que aquella zona estuvo cultivada en otra época, seguramente de cereal pues daba la impresión de que las piedras fueron apiladas a los lados de la tierra (en ese momento salvaje) para permitir su laboreo, y que las pequeñas explanadas que escalonaban la colina fueron eras hace años.

En su búsqueda de las casas Adela topó con varios animales: un buitre leonado, un conejo, una perdiz, muchas arañas e insectos y algunos pajarillos invisibles pero presentes por su canturreo monótono. Lo más inolvidable de su solitaria marcha, lo que más impresionó a Adela, fue un nauseabundo olor procedente de un jabalí muerto bajo unos olmos. Cerca, un viejo pilar casi enterrado en el barro, junto al que se apilaban varias bañeras oxidadas que los ganaderos utilizaron de abrevadero para los animales en otro tiempo.

El jabalí no fue el único animal muerto que halló en su camino. Algo "más muerto" si cabe estaba el esqueleto diseminado de una oveja debajo de un chaparro y, aún más, las patas de un cabritillo atadas a las ramas de un nogal. Mientras las miraba no advirtió que la textura de la tierra allí era distinta. Bajo sus pies los restos de un suelo empedrado y las raíces de una casa (un cortijo quizá) venida abajo. Frente a las ruinas de piedra y madera, sólo el dibujo de los muros e insignificantes detalles supervivientes de su uso hacían pensar en lo que antes fue una vivienda.

A las espaldas de la colina el espectáculo que encontró era en parte desolador y por completo paradójico. Un prado verde y violeta, punteado de lirios, algunas amapolas y otras flores cristalinas. Una pradera indescriptiblemente hermosa, recia y complaciente con la mirada, ocultaba las ruinas del pueblo, de lo que fue el pueblo, de eso que a ella le denominaron zona C. No se sabe si lo escondían o rezaban por él, pero el campo rodeaba aquella lápida de casas y escombros con pudor y respeto.

Posiblemente ninguno de los habitantes pudo imaginar que aquello pasaría. Sempiterna y recia la piedra resiste y el campo se renueva. Si ese ciclo se mantiene la vida perdura, pero no fue así. Ningún ser humano parecía haber soportado tanta belleza intocable como aquel parque natural. Nunca la belleza fue para los de allí algo con lo que comerciar y no se hicieron místicos ni estetas, ni tampoco se exiliaron de ellos mismos.

A nadie podía preguntar las razones de que la zona C no hubiera remontado su conversión en parque. Acaso el miedo, las nuevas leyes, los cambios en el ecosistema, la desaparición de especies, el aumento de otras, la innovación para quien sólo conoció aquello, el fin del cultivo, ver como extraño lo propio, como bella (sólo bella) la azada. Acaso la burocracia, los mundos distintos dentro del mundo donde unos piensan a los otros o, de nuevo, el miedo, la impotencia y el éxodo. Acaso las materias básicas de la madera y la piedra crecidas en sus derechos se sublevaron contra las paredes y se produjo una implosión. La naturaleza saliendo desde dentro de la aldea, fagocitándola como una solitaria que devino verdugo.

Adela no pudo resistir la tentación de visitar los restos del sector C habitado, aun a sabiendas de que su cara, antes de plástico, se convertiría en arcilla y lágrima sobre las casas podridas de sus antepasados. Aunque era muy pequeña cuando se fue de allí, era probable que todavía retuviera algún vago recuerdo de la casa de su abuela. Aún así, arriesgándose a ser subsumida por una implacable fuerza telúrica, se adentró en las ruinas.

Cruzaba los dedos para no tentar la suerte de Medusa e impedir quedar congelada por ver demasiado. Cruzaba los dedos para no encontrar restos reconocibles de muebles y casas que pudieran formar parte de su pasado. No lo soportó y optó por cerrar los ojos y caminar a tientas por los edificios de la periferia. Los ojos son más débiles que las manos y tienen atajos para llegar a la memoria. Determinadas postales eran incompatibles con su vida feliz y con su cara de plástico.

En su recorrido, y aun a ciegas, un tacto frío de piedra hecha olas lamió sus manos. En el instante en que sus dedos construían la imagen de las concavidades de aquel mueble pétreo, sintió un recuerdo sinestésico: un olor lejano y nocturno a ropa recién lavada, una luz roja. No lo aguantó y echó a correr de vuelta a la caverna. En su camino una nueva arruga le salió, esta vez más profunda y bajo su ojo izquierdo.

Mientras gateaba por el túnel no podía quitarse de la cabeza por qué tanto en la zona A como en la C sólo había un agujero de salida, y sin embargo en la zona B había varios. Aquel pensamiento se repetía obsesivo, martilleándola con respuestas que percibía invivibles para su vida de antes.

Al ver la luz al otro lado Adela aceleró su salida y resbaló, saliendo despedida al vestíbulo de la Cueva del Fraile. En los pocos segundos que duró su caída decidió que lo mejor era volverse amnésica. Sincrónicamente sus dos arrugas desaparecieron y la suciedad se escurrió por su cara de plástico.


 


Remedios Zafra