Adela (2032)
Hoy Adela está irritable. Infrecuente estado para alguien
como ella, que de no reír ni llorar parece tener la piel
de plástico, tersa y límpida como un lactante sin
arrugas.
A Adela, habitante
del sector B del pueblo le ha tocado inspeccionar las zonas A y
C. Aquellas que los habitantes de la zona B hace décadas
que no visitan. Adela sólo desea que las horas pasen rápido
para encontrarse de vuelta en su oficina de turismo rural con la
misión cumplida.
***
Hace
tiempo que el pueblo fue dividido en tres sectores separados entre
sí por infranqueables (pero invisibles) muros. Desde entonces
la comunicación entre ellos sólo era posible por pequeños
túneles cuya ubicación era mantenida en secreto por
los gobernantes. Nadie quiere recordar los motivos que originaron
las tres zonas ni los ideólogos de las mismas. Sólo
saben que en cada una de ellas se experimenta una alternativa económica
y vital diferente:
Sector
A: Monocultivo.
Sector B: Agricultura sostenible y turismo rural.
Sector C: Parque natural.
En
la zona B las cosas no van nada mal, por ahora. Su sector se ha
convertido en un próspero modelo de agricultura sostenible.
Los cultivos están diversificados y mantenidos por mujeres
y hombres de distintas edades y, en mayor o menor medida, se favorece
la iniciativa.
A
ello se une la pequeña cooperativa de turismo rural, un negocio
minoritario pero rentable para muchas familias. De momento se orienta
especialmente al alquiler de casas y al desarrollo de actividades
que impulsan y mantienen el pequeño parque natural B (un
trozo cercado de sierra asignado a esta zona). Casi todos los clientes
de la empresa son extranjeros. Por ahora su labor ha repercutido
positivamente en el pueblo, incluso en que haya más niños
en el colegio: tres pequeños ingleses que ayudan al bilingüismo
de los de infantil y a que los mayores chapurreen (todavía
a gritos) «Hello» y «Good Bye» cuando saludan
a los críos.
Que
Adela recuerde fue una apuesta colectiva, aunque hubo un empujón
importante de las generaciones más jóvenes que habiendo
estudiado fuera eligieron trabajar en el pueblo. En los años
noventa esto no era fácil, pero se empeñaron en que
si no existían trabajos rurales que les gustaran tendrían
que inventárselos.
Internet
fue una herramienta clave para la reforma del sector B. Tanto para
la apuesta por la sostenibilidad, la gestión y venta internacional
de sus productos, como para animar a los visitantes a quedarse.
Sin duda vivir en un pueblo donde el teletrabajo era una realidad
era todo un incentivo.
Piensa Adela que invertir en la digitalización del lugar
fue un acierto, sí. Y ella, que rara vez tomaba partido por
decisiones colectivas del pueblo, en este caso se sentía
orgullosa de su comunidad. Excepcional y efímera muestra
de estima, pues su estado habitual era la indiferencia.
***
Antes
de comenzar su viaje aquella mañana temprano, Adela ya no
estaba ni indiferente ni orgullosa de nada ni de nadie. Ella estaba
sobre todo irritable, muy irritable. Ese día su primer destino
fue la oficina de gestión del ayuntamiento tercio B. Allí
pidió los mapas del antiguo pueblo y los planos donde se
señalizaban las entradas. De mala gana se despidió
del funcionario que la había atendido, y masculló
para sí un par de insultos a su mala suerte y al bombo del
que salió su nombre para aquella inoportuna expedición.
Sin más
demora emprendió su marcha con intención de terminar
cuanto antes. Se dirigió a la parte más baja del pueblo.
Durante unos metros tomó el camino verde, antes vía
de tren, donde circulaban algunos forasteros en bicicleta. Cruzó
el puente de hierro y tomo la salida del arroyo Bailón que
en aquellos días de primavera llevaba agua, desde allí
caminó varios minutos por las laderas de los tajos hacia
la cueva que llamaban del Fraile.
Apenas la divisó
se detuvo para comprobar que llevaba todo lo necesario en su mochila.
Después subió con cierta dificultad la empinada cuesta,
casi pared vertical, sobre la que se alzaba enorme la estalagmita
con forma de busto monacal que daba entrada y nombre a la caverna.
Una
vez dentro halló a la espalda del fraile cuatro agujeros
que parecían converger en un mismo pasillo periférico
que rodeaba al vestíbulo de la cueva. Sin embargo, no sólo
se comunicaban entre sí sino que, en función del que
se tomará, podían percibirse nuevas cavidades en diagonal
y túneles hacia el interior de la montaña.
Adela
sacó el plano, lo revisó muy por encima y se introdujo
en uno de los agujeros abriéndose paso con la linterna. Anduvo
semiagachada y en cuclillas a ratos durante más de treinta
minutos antes de divisar luz natural al otro lado. Si el mapa era
correcto se encontraba ya en el sector A, al que había llegado
bordeando la montaña.
Nada
más salir se detuvo en un llano de hierba techado por almendros.
Brillaban verdes y estaban repletos de ayosas. Tras guardar algunas
en su mochila, se sentó bajo uno de ellos durante unos minutos.
Habituada
a los paisajes del sector B, apreció la extraordinaria similitud
de la hierba, los lirios y los árboles, el mismo cielo y
la misma tierra. Por un momento creyó que algo inquietante
debía ocultarse tras aquella semejanza ¿para qué
una frontera si no separa lugares diferentes? Sin
duda, hasta donde alcanzaba a ver todo era familiar.
Los
alrededores de la zona A eran bellos. La estación favorecía
su esplendor y la vegetación se dejaba explotar sobre numerosas
vías, como si hace años que nadie las limpiara. Sólo
la carretera principal parecía estar plenamente transitable.
El aspecto del campo era tímidamente salvaje pero sosegado.
Daba la impresión de que se descansaba de un parto reciente.
Y así era, pues hacía poco que había finalizado
la recolección de aceitunas.
Conforme
se acercaba al sector edificado del pueblo las cosas empezaron a
cambiar. Adela observó que, a diferencia de los edificios
de la zona B, en este lugar la mayoría de las casas no habían
sufrido reforma alguna en muchos años, tampoco se habían
encalado desde hacía tiempo. Las paredes exteriores de las
viviendas no eran lisas como las del sector B. Mostraban irregularidades
que a Adela le recordaban el tacto de las piedras de la cueva, aún
recientes en su memoria. La falta de rectitud no resultaba a simple
vista algo diferenciador y, probablemente, un forastero no habría
recabado en la misma pero, de una forma u otra, todos allí
eran expertos en paredes encaladas por lo que la percepción
estaba especialmente aguzada en sus bases y texturas.
En
general las casas lucían descuidadas y en conjunto las calles
parecían antiguas, como las del fondo de las fotos que Adela
heredó de sus abuelos. No obstante, algo, como entrópico,
las diferenciaba. Salvo en la alternancia de casas habitadas y casas
abandonadas (aproximadamente, tres abandonadas, una habitada, tres
abandonadas, una habitada) en la zona urbanizada del sector A se
apreciaba un cierto desorden.
Dicha sensación
era fruto de las anárquicas reformas de las pocas casas ocupadas,
contrastando con la homogeneidad de las construcciones clásicas,
ahora en plena decrepitud. En lugar de tejas de barro las casas
nuevas tenían chapas de uralita y no estaban encaladas sino
pintadas de colores claros o imitando piedras no autóctonas.
Tampoco mantenían los clásicos enrejados, sustituidos
por cierres de cristal y persianas rígidas. A Adela, sensible
y exigente con la imagen del pueblo -imagen que en el fondo le daba
de comer- le resultaban algo chirriantes aquellas combinaciones.
También le sorprendió que hubiera casas de este tipo
a las afueras del sector A, construidas en pleno campo, especialmente
en zonas de interés natural, donde con seguridad los del
sector B habrían puesto el grito en el cielo, por considerar
que deben protegerse del ladrillo.
A
Adela le costó localizar habitantes con los que poder hablar,
pues las calles estaban vacías. Logró hallar a dos
hombres en los alrededores del pueblo, salían de la vieja
almazara de aceite con aspecto de estar trabajando en su interior.
Poco acostumbrados a recibir visitas, enseguida se percataron de
la presencia de Adela y se aproximaron a ella.
Según
decían, en los últimos veinte años la zona
A dedicada exclusivamente al cultivo del olivar había sido
progresivamente abandonada. Apenas quedaban unas doscientas personas
en el sector, la gran mayoría hombres y unas pocas mujeres,
casi todas mayores y ancianas. El futuro de la comunidad era para
ellos frágil y muy incierto. Parecían desmotivados
y evitaban entrar en explicaciones.
A pesar de que
ninguno de ellos superaba los sesenta años, el rostro de
uno, especialmente arrugado por el sol, le hacía mucho más
viejo. En la sentencia que repetía este último al
final de todas sus frases: "Así son las cosas. No hay
alternativa", se dejaba entrever la resignación negra
de los ancianos nonagenarios que ya se quieren morir y sólo
esperan el día.
El
otro, sin embargo, era algo más joven (o parecía algo
más joven por su actitud). Él confiaba en que la zona
remontaría, que lo mejor no era marcharse y que convencerían
a gente joven de otros lugares para que vinieran a vivir a ese sector.
Adela escuchó a los agricultores, paseó por el pueblo,
tomó notas de todo y regresó a la cueva. Antes de
entrar de nuevo en el túnel a Adela le había salido
una arruga bajo su ojo derecho.
Pasaban las
dos de la tarde cuando volvió a verse en el vestíbulo
de la Cueva del Fraile. Esta vez dispuesta a encaminarse al sector
C, la zona del pueblo plenamente integrada dentro del parque natural.
Adela
ya no estaba irritable, se sentía triste, pero no tenía
tiempo que perder ni ganas de retrasar su nueva expedición
y, en consecuencia, su vuelta a casa. Con dolor de espalda por su
primer trayecto y sin apenas hambre por un pequeño nudo en
el estómago se metió en otro de los agujeros. Si el
mapa era correcto le llevaría a la zona C.
El
camino esta vez fue más largo y complicado. A las puntuales
cuestas que tenía que subir a gatas se unían las numerosas
estalactitas activas y los charcos de agua que, bajo ellas, se escurrían
lentos por pequeños orificios y grietas del suelo. Todo parecía
indicar que detrás de las minúsculas cavidades se
abrían otras y más allá otras. Adela comenzó
a obsesionarse con los posibles habitantes de esos agujeros interminables,
y aceleró su marcha para no tentar la suerte con algún
compañero inesperado.
Desaliñada
y nuevamente de humor arisco, salió por un agujero que tuvo
que ampliar desde el interior de la cueva, ya que había sido
cubierto por una higuera y varias rocas, posiblemente desplazadas
durante alguna tormenta.
La zona C se
encontraba en la parte más alta del pueblo, la más
cercana a los cortijos de la sierra y de la que salía el
único camino hacia la Cueva de los Murciélagos, situada
en una de las cumbres de las montañas.
Adela
no pudo encontrar el camino que aparecía en su mapa y que
la llevaría hacia las casas. Todo allí parecía
no estar tocado por la civilización. Y, si bien los paisajes
tenían la misma vitalidad diáfana de la primavera
del sector A, y las flores y los árboles eran igual de hermosos,
ella percibía en el ambiente algo extraño, como vidrioso.
Adela
logró orientarse con la luz del sol y algunos datos que logró
descifrar de su mapa. Donde había cañadas para el
ganado ya no quedaban sino señales intuidas e intermitentes
de su existencia. Ningún signo de que por allí pasaran
cabras y ovejas de manera habitual.
Adela observó
que junto a los que en otro tiempo fueron caminos y en las faldas
de muchas laderas se disponían montículos de piedras
escrupulosamente ordenadas, como pequeñas pirámides
artesanales. Sólo eran percibidos por su secuencialidad,
pero en muchos casos se encontraban camuflados en parte entre los
arbustos.
Todo
hacía pensar que aquella zona estuvo cultivada en otra época,
seguramente de cereal pues daba la impresión de que las piedras
fueron apiladas a los lados de la tierra (en ese momento salvaje)
para permitir su laboreo, y que las pequeñas explanadas que
escalonaban la colina fueron eras hace años.
En
su búsqueda de las casas Adela topó con varios animales:
un buitre leonado, un conejo, una perdiz, muchas arañas e
insectos y algunos pajarillos invisibles pero presentes por su canturreo
monótono. Lo más inolvidable de su solitaria marcha,
lo que más impresionó a Adela, fue un nauseabundo
olor procedente de un jabalí muerto bajo unos olmos. Cerca,
un viejo pilar casi enterrado en el barro, junto al que se apilaban
varias bañeras oxidadas que los ganaderos utilizaron de abrevadero
para los animales en otro tiempo.
El
jabalí no fue el único animal muerto que halló
en su camino. Algo "más muerto" si cabe estaba
el esqueleto diseminado de una oveja debajo de un chaparro y, aún
más, las patas de un cabritillo atadas a las ramas de un
nogal. Mientras las miraba no advirtió que la textura de
la tierra allí era distinta. Bajo sus pies los restos de
un suelo empedrado y las raíces de una casa (un cortijo quizá)
venida abajo. Frente a las ruinas de piedra y madera, sólo
el dibujo de los muros e insignificantes detalles supervivientes
de su uso hacían pensar en lo que antes fue una vivienda.
A
las espaldas de la colina el espectáculo que encontró
era en parte desolador y por completo paradójico. Un prado
verde y violeta, punteado de lirios, algunas amapolas y otras flores
cristalinas. Una pradera indescriptiblemente hermosa, recia y complaciente
con la mirada, ocultaba las ruinas del pueblo, de lo que fue el
pueblo, de eso que a ella le denominaron zona C. No se sabe si lo
escondían o rezaban por él, pero el campo rodeaba
aquella lápida de casas y escombros con pudor y respeto.
Posiblemente
ninguno de los habitantes pudo imaginar que aquello pasaría.
Sempiterna y recia la piedra resiste y el campo se renueva. Si ese
ciclo se mantiene la vida perdura, pero no fue así. Ningún
ser humano parecía haber soportado tanta belleza intocable
como aquel parque natural. Nunca la belleza fue para los de allí
algo con lo que comerciar y no se hicieron místicos ni estetas,
ni tampoco se exiliaron de ellos mismos.
A
nadie podía preguntar las razones de que la zona C no hubiera
remontado su conversión en parque. Acaso el miedo, las nuevas
leyes, los cambios en el ecosistema, la desaparición de especies,
el aumento de otras, la innovación para quien sólo
conoció aquello, el fin del cultivo, ver como extraño
lo propio, como bella (sólo bella) la azada. Acaso la burocracia,
los mundos distintos dentro del mundo donde unos piensan a los otros
o, de nuevo, el miedo, la impotencia y el éxodo. Acaso las
materias básicas de la madera y la piedra crecidas en sus
derechos se sublevaron contra las paredes y se produjo una implosión.
La naturaleza saliendo desde dentro de la aldea, fagocitándola
como una solitaria que devino verdugo.
Adela
no pudo resistir la tentación de visitar los restos del sector
C habitado, aun a sabiendas de que su cara, antes de plástico,
se convertiría en arcilla y lágrima sobre las casas
podridas de sus antepasados. Aunque era muy pequeña cuando
se fue de allí, era probable que todavía retuviera
algún vago recuerdo de la casa de su abuela.
Aún así, arriesgándose a ser subsumida por
una implacable fuerza telúrica, se adentró en las
ruinas.
Cruzaba
los dedos para no tentar la suerte de Medusa e impedir quedar congelada
por ver demasiado. Cruzaba los dedos para no encontrar restos reconocibles
de muebles y casas que pudieran formar parte de su pasado. No lo
soportó y optó por cerrar los ojos y caminar a tientas
por los edificios de la periferia. Los ojos son más débiles
que las manos y tienen atajos para llegar a la memoria. Determinadas
postales eran incompatibles con su vida feliz y con su cara de plástico.
En su recorrido,
y aun a ciegas, un tacto frío de piedra hecha olas lamió
sus manos. En el instante en que sus dedos construían la
imagen de las concavidades de aquel mueble pétreo, sintió
un recuerdo sinestésico: un olor lejano y nocturno a ropa
recién lavada, una luz roja. No lo aguantó y echó
a correr de vuelta a la caverna. En su camino una nueva arruga le
salió, esta vez más profunda y bajo su ojo izquierdo.
Mientras
gateaba por el túnel no podía quitarse de la cabeza
por qué tanto en la zona A como en la C sólo había
un agujero de salida, y sin embargo en la zona B había varios.
Aquel pensamiento se repetía obsesivo, martilleándola
con respuestas que percibía invivibles para su vida de antes.
Al ver la luz
al otro lado Adela aceleró su salida y resbaló, saliendo
despedida al vestíbulo de la Cueva del Fraile. En los pocos
segundos que duró su caída decidió que lo mejor
era volverse amnésica. Sincrónicamente sus dos arrugas
desaparecieron y la suciedad se escurrió por su cara de plástico.
Remedios
Zafra
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