Buscar consuelo / Ganarse el cielo

 



A nadie extrañaba que el viejo perro pekinés Thor se hubiera convertido en la sombra de Paquita "La Buena" durante varios días. Paquita tenía a su perra en celo y era probable que Thor, ya mayorcito pero sin mucha experiencia en esto del cortejo, anduviera un poco confundido y siguiera a la dueña en lugar de a la perrita. Quién sabe si para facilitar el beneplácito, tantear a la familia política, conseguir su adopción y aminorar distancias con la "enamorada"... Todo se vislumbraba posible en aquella singular criatura.

Thor era un perro pequeño, de dentadura inferior prominente y visible, de ojos oscuros brillantes y redondos, hocico negro achatado y ceño fruncido. En función del ángulo oblicuo desde el que se le mirara guardaba cierto parecido con Mr. Spock, aunque visto de frente sólo tenía un aire corriente de can asustadizo.

Thor no era un perro autóctono de la zona y en aquel momento no lograba pasar desapercibido entre los perros rateros, galgos y pastores del pueblo, habituados como él a transitar libremente por las calles.

Alguien lo trajo de la ciudad cuando sólo era un cachorro y los viajes en coche a la capital no eran demasiado frecuentes como para mandarlo de vuelta. No es que el perro fuera malo. Al contrario, era un perro tranquilo y muy afable, pero desde que su dueño, el viejo Miguel, se lo llevara al olivar, le cogió manía al pekinés. En teoría se lo habían regalado para que le acompañara al campo, sin embargo, según decía Miguel sin disimular su desprecio por el animal: "En el campo no me sirve para nada. Sólo me da problemas".

El motivo del descontento de Miguel era que la baja estatura del perro lo convertía en presa fácil de los barrizales. Además tenía el pelaje semilargo y como al animal le encantaba salir al campo, restregarse y rebozarse en el suelo, terminaba lleno de cardos e insectos que se agarraban a las raíces de su pelo, convirtiéndole en una bomba de gérmenes, un perro-buñuelo empanado en tierra, maloliente y sucio.

Para colmo, Thor no mostraba especial interés por las perras, lo que ponía a Miguel realmente alterado. "De todos es sabido -pensaba Miguel- que un animal macho se debe comportar como un animal macho". Pero ni perra ni perro de especie alguna interesaban a Thor. Él era un animal convencidamente casto y, por mucho tiempo, solitario. En su vida en el pueblo el pequinés sólo mostró interés y simpatía por una persona: Paquita, a la que llamaban "La Buena".

Indudablemente, la mujer era digna del interés de todos, pues se dedicaba a ayudar generosamente a sus paisanos. Su tiempo era administrado en función de las necesidades de sus vecinos con los que el sentido de sacrificio de Paquita superaba lo imaginable. No sólo atendía cuestiones como acompañar a enfermos y personas mayores, sino que su disposición llegaba a los detalles más ínfimos de solidaridad y apoyo con quien lo precisara. Invariablemente mostraba curiosidad y afecto por todos. Siempre respondía de buen grado y con un optimismo sólo creíble de quien esconde un secreto, un pacto con lo desconocido.

Era el caso, pues su actividad más visible derivaba de su implicación en la Iglesia. Allí, además de reafirmar su pacto espiritual, ayudaba al cura con todos los avíos y rituales eclesiásticos, incluso repartía la Comunión a los enfermos en sus casas.

Paquita "La Buena" llegaba la primera al lecho de los convalecientes y de los moribundos para hacerles compañía, atender su alma o velarles el tiempo de sintonizar el cielo. La mujer era, sin duda, firme candidata a una nominación de Santa. Resultaba unánime el asentimiento colectivo al respecto. En la administración y práctica religiosa, más se lo merecía ella que muchos que sólo tenían méritos teóricos o milagros forzados por terceros. Ella no los hizo pero en cambio su historia era, en esencia, la de un "prodigio" de fe. Un ser humano que vivía al lado de sí misma, donada a los demás.

Cuando menos debiera haber podido ser cura. En el fondo esto le habría encantado. Aunque firme creyente y practicante de su fe, sabía que siendo mujer dicha profesión le estaba vetada y seguramente le habría parecido una temeridad a ella misma. Fiel cumplidora de las interpretaciones humanas de los mandatos de su dios, su humildad y sumisión ante el que ella llamaba "Señor" le impedían imaginarlo siquiera.

***

Thor y Paquita "La Buena" se conocieron una mañana en la plaza del pueblo cuando los viejos tomaban el sol.

Desde que Thor dejó de ser un cachorro, no aguantaba todo el día en casa y como su dueño no se lo llevaba al campo, él salía solo a pasear por el pueblo. Le gustaba pasar un rato a la sombra del castillo porque los jubilados que se sentaban en la barandilla, también en esa misma sombra, le daban pastelillos y migas dulces. A Thor le encantaba el dulce y pasar aquel rato en la plaza. Sí, aquello era una buena vida de perro.

Allí se encontraron Paquita "La Buena" y Thor aquella mañana, cuando ella venía de visitar a una mujer que había tenido una mala caída y no podía subir la empinada cuesta de su calle ni, en consecuencia, salir de casa. Como siempre, Paquita caminaba con prisa, todo lo deprisa que su incipiente cojera y pequeño tamaño le permitían, desplazando su cuerpo hacia adelante y llevando casi a rastras sus piernas. Tantas personas a las que ayudar, la comida que preparar, los hábitos del cura que planchar... "Quién tuviera ruedas y no pies", seguramente pensaba.

Thor se había subido a un banco de piedra junto a la pileta de agua y desde allí miraba la calle. Al pasar Paquita levantó el hocico como si algo de ella le atrajera y quisiera retenerlo en su nariz. Sin dudarlo dos veces dio un gracioso saltito hasta el suelo y manteniendo su cabeza todo lo erguida que le era posible, comenzó a seguir a la mujer con paso corto a un par de metros de distancia.

La historia no habría sido relevante si al llegar a la casa de Paquita se hubiera colado en su patio para buscar a la perra en celo y la hubiera montado (o intentado, al menos), pero esto no ocurrió así. Thor esperó paciente en el escalón de su puerta a que volviera a salir Paquita y, de nuevo, comenzó la sigilosa persecución.

Sentado sobre sus patas traseras, sin armar alboroto ni importunar a personas ni a otros animales, educadamente, el perro siempre esperaba en el zaguán o en el escalón de las casas a que saliera Paquita con su buena obra culminada.

Al cabo de un par de días la mujer comenzó a extrañarse de que Thor siguiera en su puerta y no hubiera intentado nada con su perra. Obvia decirse que en ese tiempo Paquita alimentó al perro como si fuera propio. Es más, empezaba a coger cariño al animal por su nobleza, aunque le desconcertaba el incógnito propósito, de haber alguno, de su conducta.

Cuando Paquita iba a la iglesia el perro repetía la escena habitual. En este caso, esperaba en el escalón de la sacristía a veces, y otras en la entrada principal del templo.

Lo imprevisible, según lo vivido aquella semana, aconteció el primer domingo de la peregrinación del tándem mujer-perro a la iglesia, cuando al levantarse Paquita de su asiento e ir al sagrario a recoger las Hostias para la transustanciación, el viejo pekinés cruzó la entrada principal y apareció por el pasillo central del recinto, dirigiéndose lentamente y en silencio hacia ella. Sus saltitos sobre el mármol blanco del suelo convertían el paseo del can en algo elegante. Bien mirado, en aquel escenario su cuerpo adquiría un aire místico, como de perro bíblico.

Paquita no advirtió que a sus espaldas estaba Thor y, una vez tomó entre sus manos el copón, se dispuso a subir al altar sin dilación alguna. Como siempre, se concentró en los escalones que cada día se le hacían más altos para su pequeño y ya achacoso cuerpo. Unos pasos más atrás la seguía el pekinés.

Todas las feligresas que había en la iglesia en aquel momento vieron como el animal subía los cinco escalones del altar bordeando la alfombra roja, pero ni Paquita ni el párroco se percataron de la presencia del perro.

Una vez arriba, Thor no hizo nada extraño, sólo se colocó detrás de Paquita y se apoyó sobre sus patas traseras como siempre solía hacer mientras la esperaba. Sin embargo, aunque lograba camuflarse entre las macetas de Ficus y el sillón del monaguillo (en aquel momento vacío), al haber hecho su entrada ante los ojos de las asistentes, todas movían las cabezas y murmuraban entre sí intentando delatarlo.

Algo debió notar el perro que, nada más bajar los escalones el cura y Paquita para dar la Comunión, se marchó con ligereza a la calle, acortando camino por el pasillo que daba a la sacristía que en ese intervalo permanecía abierta, y evitando así ser capturado por alguna devota enfadada. Cuando alguien farfulló al párroco que había un perro en el templo, el animal ya no estaba.

¡Un perro con pretensiones de santo, un provocador, un animal asceta (rápidamente se supo que además era casto), una señal del Demonio, una señal de Dios, un seguidor de Paquita "La Buena", Paquita "Hamelin" de los canes, milagro de Paquita en la iglesia... ! Lo ocurrido fue durante unos días la comidilla del pueblo y alimento de diversas fantasías en torno al perro y a la mujer.

Como Paquita "La Buena" era realmente buena, ni se le ocurrió tomar represalias contra el perro, pero sí intentó que volviera con su dueño. Miguel, sin embargo, no parecía estar dispuesto a colaborar. Según decía, él pasaba casi todo el día en el campo y no podía garantizar a Paquita que, en un descuido, el perro no se le escapara de nuevo. Él era ya viejo y, aunque no tenía mujer ni hijos, su casa siempre estaba abierta pues su hermana entraba y salía con frecuencia y, ya se sabe, allí las puertas nunca se cierran del todo. Sólo se le ocurría llevarlo a algún cortijo lejos del pueblo o darlo a algún pastor: "Lo mejor es que se vaya", sentenció Miguel.

Paquita sabía que esa expresión no era sino la manera con que muchos en el pueblo se referían al momento de "dar muerte" a un animal. Pero "dar muerte" no es igual que "dar la muerte" de la que ella sabía tanto y sólo atribuible a (su) Dios. Paquita se negó a que el perro se "fuera" o le "dieran" nada. Ella se haría cargo y prefirió dejar las cosas como estaban.

La solución se hizo repentinamente muy simple. La mujer compró una correa a Thor para que cuando fuera a misa el perro permaneciera atado en la sacristía y no pudiera entrar en la iglesia. Por lo demás, la gente se cansó de murmurar y el pekinés se convirtió en la compañía habitual de Paquita.

Thor fue desde aquel momento y por varios años su compañero de fatigas en la cruzada contra el dolor emprendida por la mujer, hasta entonces en solitario. Paquita le defendía de cualquier elucubración sobre su extravagancia como perro y Thor respondía con una nobleza y lealtad que multiplicaba las propias de criaturas de su especie.

***

Con el tiempo pasó lo previsible y quienes cuidan necesitan ahora ser cuidados.

Primero fue Thor. Era medio día y verano cuando el pekinés culminó su enfermedad de viejo. Aunque ya tenía seis años en el momento en que se unió a Paquita, habían pasado seis más juntos. Ella, aún autosuficiente, estaba planchando en la cocina y Thor, apoyado sobre sus cuatro patas, la miraba triste desde el suelo. De pronto un golpe seco retumbó en el corazón de ambos. El perro había caído desplomado hacia un lado. Mantenía sus ojos redondos abiertos y brillantes pero el cuerpo hierático como si la muerte le viniera desde abajo hacia arriba. Paquita sintió pasar su alma de persona a perro y notó en su estómago el dolor del animal. Lo colocó con exquisita delicadeza en el sofá y acompañó la agonía silenciosa de su pequeño y viejo pekinés.

Acostumbrada a vivir cerca de los que expiran, Paquita advirtió, como preludio de lo irreversible, el sonido mismo del instante que separaba la vida y la muerte del perro, el margen de la despedida. Una lágrima pura, de extrema lentitud, derramó Paquita sobre el cuerpo del animal yacente y rezó, porque no dudaba que aquel perro tenía alma.

***

Pasados unos meses desde la muerte de Thor, una anciana descubrió en uno de los cuadros de temática pastoral situado en la capilla que da a la atarazana de la iglesia (aunque poco visible por el deterioro del barniz y la pintura), unas manchas que recordaban a un pequeño perro de ojos redondos y brillantes. Al poco tiempo corrió la voz del parecido y, desconociendo el origen del nombre pagano del animal, bautizaron aquella mancha como "el Thor de Paquita".

Cuando falleció Paquita el pueblo lloró varios días la pérdida de una mujer buena. Algunos le escribieron poemas y canciones, otros comenzaron los trámites para su beatificación, y los más propusieron su nombre para una calle u otro lugar simbólico. Casualmente (o no) el primer espacio que denominaron "de Francisca Rodríguez" (ella habría preferido "Paquita") fue la capilla de la iglesia donde estaba aquel cuadro (bajo el que muchos a escondidas habían empezado a rezar al perro).




Remedios Zafra