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Anemia de grafito
Porque
el que vive más de una vida
debe morir más de una muerte.
Oscar Wilde
Si
el blanco y negro estaban condenados a guardar silencio en el zulo
de una caja yerma incluso para el polvo, no era así con el
color que se había proclamado depositario de los recuerdos
recientes. Dos cámaras de fotos hacían el trabajo.
Una de ellas la última Polaroid traída de unos grandes
almacenes de la capital como regalo de cumpleaños. Y, si
las cámaras eran las hacedoras de la imagen-recuerdo en color,
el museo donde se mostraban los retratados era la mesa camilla.
Bajo el cristal ovalado que protegía a la madera se apretaban
varias capas de fotos. Cada estrato una época, una cena,
una fiesta, un nacimiento, una navidad congelada.
Cabía
esperar que, así como las fotos, las personas que aparecían
en ellas fueran también de color. Lo eran, pero no los que
habitualmente estaban detrás de la cámara, los dueños
de la casa: Sierra y Frasco. Ellos eran en blanco y negro.
Tal
vez ese fuera uno de los motivos por los que sus nietas les tenían
miedo y aprensión, respectivamente. Hasta cierto punto el
miedo a Frasco era comprensible pues apenas le veían ya que
pasaba sus jornadas de jubilado en el campo. Algo más extraña
era la aprensión que sentían hacia Sierra, a cuyo
color debieran estar acostumbradas, ya que con ella compartían
gran parte de su tiempo. Quizá si hubieran sabido que pronto
Sierra iba a morir una vida su actitud habría cambiado. De
momento nada hacía sospecharlo.
El caso es que
regalarles cada semana una de esas bolsitas que venden en el quiosco
del pueblo y que contiene una zanahoria, una cacerola, dos platos
y dos tenedores de plástico -todo en miniatura-, prepararles
desayuno y merienda, llevarlas al colegio y consentir alguno de
sus caprichos almibarados, no parecía ser suficiente para
que Sierra se hiciera acreedora del afecto regular de las crías.
Su apego estaba marcado por visibles momentos de rechazo y por esa
crueldad punzante sólo consentida a los niños. Por
el contrario, hicieran lo que hicieran las nietas, Sierra parecía
inmune a sus desdenes y nunca las amonestaba con un reproche o una
demanda de cariño. Ella siempre sonreía y cuando decían
"no quererla" se marchaba, ni siquiera cabizbaja, a la
cocina.
Puede que fuera
por su color blanco y negro, o por ese olor peculiar consecuencia
del mismo, como a grafito sobre papel de estraza, que emitían
ella y su marido. Puede que para las niñas esta diferencia
de los abuelos no estuviera todavía asimilada y que les produjera
rechazo porque al mirarles sólo veían esto. Aunque,
curiosamente, para los demás, acostumbrados a la peculiaridad
cromática del matrimonio, ésta pasara absolutamente
desapercibida.
O puede que
el afecto no correspondido que sufría Sierra tuviera que
ver justo con lo contrario, no con la visión de su rareza
sino con la no-visión de la mujer. Concretamente, con lo
que su hijo diagnosticó como "ceguera por incondicionalidad".
Las niñas la rechazaban porque no la veían ya que
ella siempre estaba allí, disponible para la familia a cualquier
hora y en cualquier situación, sin negociación previa.
Por lo demás
Sierra era una mujer de pueblo que ni por aspecto, trabajo o conversación
dejaría de pasar desapercibida en su contexto. Nunca ser
cumplidora ama de casa y jornalera del montón, tener rostro
amable pero ni guapo ni feo y hacer siempre, repetitivamente, lo
mismo, fue motivo para resaltar. Nunca a esto se le llamo cosa distinta
que "ser normal" aquí, o "mujer de pueblo"
para los de fuera. Tan normal era su vida que siempre fue como era
entonces, pocas diferencias. Quizá la única visible
era el considerable aumento de peso que Sierra había experimentado
en los últimos años y, de forma paralela, una creciente
(y no escondida) obcecación por la comida.
A
todos sus hijos les preparaba copiosas comidas; todos sus regalos
estaban relacionados con la comida; la mayoría de sus comentarios
aludían a las comidas o ponderaban el aspecto rollizo de
alguna persona y su buen comer... Y no es que Sierra dedicara todo
el tiempo a cocinar y a engullir sus platos, ni mucho menos. Desde
temprano comenzaba su jornada: limpiaba, cuidaba de las nietas,
hacía la compra, lavaba, cocinaba, fregaba, regaba sus plantas,
de nuevo cuidaba de las nietas, planchaba, otra vez cocinaba, limpiaba
y los fines de semana, junto a su marido Frasco, se ocupaba además
de un huerto del que solían sacar gran parte de las verduras
y frutas que consumían. Varios meses al año participaba
además en la recolección de aceitunas (sin omitir
las tareas citadas).
Diariamente
y en función de la temporada agrícola, Sierra apenas
tenía unos pocos minutos para descansar. Minutos que solía
dedicar a planificar las comidas del día siguiente y, a la
par, hacía que miraba la televisión. Verdaderamente
no culminaba ni una cosa ni la otra pues siempre terminaba reordenando
sus fotos de familia bajo el cristal de su mesa camilla.
Sin
duda esta mesa era un territorio ambiguo para Sierra. Mientras las
fotos estaban visibles, la mesa operaba como lugar para el reposo
del recuerdo, una especie de palimpsesto sagrado donde rezar a algún
familiar desaparecido. Ella que se consideraba muy religiosa -a
su manera- llamaba rezar a toda reflexión silenciosa junto
a una imagen, así como al ejercicio recordatorio de sus deseos
vitales: "salud, trabajo...", lo del amor prefería
pedirlo en exclusiva para los hijos. Para ella sólo quedaba
ya como tema de juventud, ahora complejo y cargado de resignación
(mito, novela y dolorosa realidad batidos y a partes iguales).
Sin
embargo, cuando el mantel tapaba aquel museo-confesionario horizontal,
Sierra volvía obsesivamente a sus comidas. Así, en
la mesa vestida de platos nunca se le escuchó a Sierra un
comentario no referente a la comida, tampoco una queja, una palabra
mal sonante, una invitación no relativa al guiso del día,
nunca. Ella preparaba, servía, vigilaba, rellenaba, retiraba
y lavaba los platos de todos mientras los platos, indirectamente
en su estancia en la mesa, asentaban la cubierta de fotos, sedimentando
una base de afectos sobre la que comer... sobre la que vivir.
En las cenas,
boca muda y oídos sordos a la vehemencia de los gestos calientes
del vino y al temperamento de su marido, a sus comentarios (como
él y como su mirada) blancos y negros. Habituada a los soliloquios
de Frasco, Sierra había convertido las palabras y sonidos
que emitía el hombre en rumor de fondo, sinfonía sin
mensaje. Ante ellas y su histrionismo frente al televisor (otro
más en la mesa), la mujer permanecía impasible, aparentando
que de nada sabía y que por eso no hablaba, que él
hablaba por los dos, que ella no entendía de política
ni de nada, sólo de comida, pero sobre ésta nadie
más que ella hablaba.
En
las reuniones de familia (siempre delante de un plato servido por
Sierra) y contrarrestando el ímpetu del padre, los hijos,
nueras y yernos hablaban poco y más bien bajito, casi para
que no les escuchara Frasco. En pocas ocasiones se atrevían
a llevarle la contraria de manera directa. De forma que, como Frasco
(actor principal) era dado a hablar con la tele gritando a aquellos
que no le gustaban y repitiendo insaciable su manida y vieja parte
del guión (fuera cual fuere la obra), la película
representada siempre salía en blanco y negro:
Sierra
callaba, Frasco hablaba, Frasco se exaltaba, los hijos le tranquilizaban,
risas después, un grito de Frasco, todos callaban, Sierra
daba codazo a la nuera o yerno más cercano, le recriminaba
que no había comido lo suficiente y servía por segunda
vez los platos de todos. Al final del clásico, Sierra recogía
platos y mantel, alguien se levantaba y hacía el amago de
ayudar y Frasco exclamaba: "¡Quietos, que para eso está
ella. Además, le gusta!" Sincronizada con la tensión
del momento y en alianza inconsciente con el viejo, se escuchaba
una voz infantil que pedía con urgencia: "Foto, foto.
Todos juntos." Pero la mayoría de las veces Sierra no
llegaba a tiempo. Cuando sí, todos en color, ella y Frasco
en blanco y negro.
Todo era igual
cada día en los días de Sierra y Frasco. La única
novedad es que Sierra engordaba, pero atendiendo a la normalidad
de este cambio en las paisanas de su edad, Sierra no daba demasiada
importancia y pensaba que esto les pasaba a todas las mujeres de
pueblo del mundo.
Sierra
comenzó a morir un día de otoño por la mañana.
Volvía
a casa de la plaza de abastos cuando advirtió un cartel en
el cruce de calles más transitado del pueblo: una esquina
curva usada como lugar de anuncio de los eventos y avisos municipales.
Aunque Sierra sabía leer más mal que bien, sólo
tuvo que prestar atención a las palabras de su vecina Antonia
que, viendo poco como veía, se había acercado tanto
al papel que lo tapaba a la vista de los demás, mientras
recitaba su contenido en voz alta. Con paciencia consiguió
descifrarlo:
"Pró-ssi-mo
mar-te, tree de no-vi-em-bre, a laa se-i de la tar-de, re-u-ni-ón
de mu-je-re en el sa-lón del a-yun-ta-mi-en-to. Ooh eh-pe-ra-mo
(só-lo mu-je-ree)."
Sierra
pensó si alguna vez había ido sola a alguna reunión
de mujeres, después pensó si había ido sola
a alguna reunión y por último pensó si había
ido a alguna reunión. Que ella recordara, únicamente
salía sola a hacer mandados y a visitar a algún familiar
o vecino enfermo, nacido, muerto o casado. El resto de ocasiones
(ir al campo, salir a misa, ir a la caseta de feria, al bar de la
plaza, salir de carrizo en navidad, de melenchón en carnaval
o viajar a los pueblos de alrededor) siempre lo había hecho
con Frasco, y eso de las reuniones... que ella recordara, no había
estado en ninguna.
A una semana
vista de la reunión de mujeres, la posibilidad de asistir
se convirtió durante varios días en un pensamiento
obsesivo para Sierra. Hacer algo que nunca había hecho ¿por
qué no? Aunque no ocultaba cierto nerviosismo por el simple
hecho de planteárselo. Semejante posibilidad le hacía
sentir que su vida era más inestable de lo que pensaba, que
aún había lugar para lo inesperado. "Hacer algo
distinto ¿y si me gusta?", se preguntaba.
¿Sería
tan frágil su mundo como para venirse abajo por una reunión
de mujeres? ¿Qué diría su marido si ella asiste?
¿Qué dirían sus hijos? ¿Quién
cuidaría a las nietas esa tarde?... "Tal vez lo mejor
(no) es que no vaya".
Frente
al temor de poner en peligro la normalidad de su vida cotidiana
por una reunión cargada de incógnitas, Sierra podía
haber optado por olvidar aquel anuncio y continuar su vida en blanco
y negro como ayer y como hace dos, tres, cuatro, diez, veinte, quizá
treinta años. Sin embargo, no estaba entrenada en tomar decisiones
de ese tipo y si bien no podía afirmar que SÍ iría,
tampoco se sentía capaz de garantizar que NO.
Visto el callejón
sin salida al que llegaba una y otra vez, pensó que la única
alternativa que le quedaba era poner su voluntad en manos de otros
que sin saberlo eligieran por ella, un azar. Y ahí, dejar
que la muerte y la vida jugaran su partida. En aquel momento ella
no presentía que una viene de la mano de la otra. Ni mucho
menos que estaba a punto de morir una vida.
Así,
se despertó al amanecer del mismo día tres de noviembre
buscando en la luz una señal que la ayudara a decidirse.
Lo echaría a suertes en la caída de los pétalos
de las flores que tenía en su balcón. De esta manera,
la maceta que olvidó llevar al cementerio el día anterior
sería ahora el fetiche responsable de aquel posible atrevimiento
o, en su caso, de la tranquilidad de "seguir igual". Se
dijo: "Si ha caído alguno, asistiré a la reunión.
Si, por el contrario, las hojas siguen prendidas haré como
si nada hubiera pasado."
Dos
pasos desde la cama, una cortina recién lavada, una puerta
atascada, la sombra de una maceta... A punto ya de conocer su destino
circular o sus agujeros triangulares... Un paso más, un requiebro
de pétalos, "una flor deshojada" y una decisión
que (quiso pensar) alguien tomó por ella.
Desde aquella
mañana, como si las hojillas rosáceas desvanecidas
se inyectaran en la piel blanca de la mujer, sus mejillas comenzaron
a sonrojarse, aunque entonces nadie apreció el incipiente
rubor de su cara, ni mucho menos que había muerto una vida.
A
aquella primera reunión siguieron varias. En principio cada
mes, más adelante cada semana y en ocasiones varias veces
a la semana. En las reuniones las mujeres hacían gimnasia
y bailaban, pintaban, grababan las canciones de navidad y de carnaval
que tan bien recordaban y aprendían otras nuevas, hablaban
entre ellas, sí, reían y hablaban mucho entre ellas,
y, con frecuencia, alguna mujer les hablaba a todas.
Durante
los meses siguientes Sierra continuó cambiando la tonalidad
de su piel que empezaba a virar a gris rojizo, en parte anaranjado
en sus labios, en parte amarillento en nariz y orejas. Sus manos
se hacían violáceas y sus palmas todavía blanquecinas
creaban sombras de color ámbar. Cada semana una nueva veladura
en su cuerpo y, con ella, un matiz que convertía en recuerdo
su viejo olor a grafito sobre papel de estraza. Ahora Sierra olía
como a base de témpera escolar y, si le daba el sol, a jazmín
de verano.
Todas sus vecinas
apreciaron el cambio ya muy visible y lo ponderaban por lo guapa
que lucía. No así su marido, no ya porque no la mirara
sino porque Sierra utilizaba con él la estrategia que su
hijo bautizo como "ceguera por incondicionalidad".
Lo cierto es
que Sierra no se había percatado de que ella usara estrategia
alguna en su relación matrimonial pues le salía automáticamente
pero, desde que su hijo soltó un día esta expresión
en relación a las niñas, tomo conciencia de que su
vida estaba llena de "ceguera" y de "incondicionalidad".
Sierra percibió
que si todo estaba en su sitio, la comida caliente, la ropa planchada
y sus riñas y respuestas eran las mismas ante los comentarios
también similares de su marido, éste advertía
el mundo (incluida a su mujer) como un paisaje de fondo absolutamente
tranquilizador, donde no había contraste ni novedad sobre
los que reparar con la mirada.
Ser invisible daba normalidad y reposo a su vida con Frasco. Se
la hacía más fácil y le evitaba sufrir posibles
reproches de su marido. Claro, ella iba camuflándose en el
escenario de siempre sin que Frasco notara cambio alguno, pero trabajaba
el doble para que él no notara su falta. Era inevitable y
necesario que algún día se enterara, bien porque Sierra
bajara la guardia, bien porque Sierra decidiera que ya estaba bien,
que ya era hora de que su marido "la viera".
Y
así fue. Lo que sigue pasó unos meses después
de aquella primera reunión de mujeres. Esa noche la familia
(con tele) al completo cenaba en casa. Todo transcurría según
lo habitual, como tantas veces cada cual seguía
su parte del guión en la obra. Insisto, todo parecía
igual... hasta que en un silencio de sopa Sierra dejó la
cuchara
sobre el plato, miró la tele y en tono firme se posicionó
a favor de un joven político, justamente al que su
marido (hasta entonces actor principal) había increpado segundos
antes elevando su copa de vino, como si hubiera querido derramarla
sobre su cabeza-pantalla.
Sierra sólo dijo: «¡Pues a mí me gusta!»
y volvió la mirada hacia los platos de sus hijos, nueras
y yernos para supervisar que estaban comiendo. A simple vista Frasco
se hizo el sordo, aunque todos intuyeron un crujido seco en su garganta
y una imagen grabada en sus ojos: Sierra reflejada, traída
al primer plano de aquella visión ciega del hombre, perfilada,
en color y sonriente sobre un fondo gris de acero, ahora resquebrajado,
resquebrajándose, en sus pupilas.
Fueron
apenas unos segundos en los que se percibía el brote de un
estallido, la fragilidad latente del cristal de la mesa camilla,
los cuellos de todos encogidos y sus hombros en tensión,
la familia en conjunto más pequeña y quebradiza, el
patriarca a punto de detonar con la mecha de vino chamuscándose
en sus pupilas, desparramado en sombra sobre una Sierra erguida
y sonriente... Fueron apenas unos segundos de tensión en
los que Frasco, ante la sorpresa del grupo, optó por callar.
De
no ser porque a la salida de la casa todos corroboraron lo escuchado,
habrían pensado que era una alucinación provocada
por las setas de la cena. No era poca cosa el comentario de Sierra,
teniendo en cuenta que en las elecciones nunca votó cosa
distinta a la de su marido, que él incluso guardaba su documento
de identidad y que preparaba las papeletas de ambos. No, no era
poca cosa.
El incipiente
cambio de actitud de Sierra hacia Frasco no generó en el
hombre transformación visible. Mientras la mujer mudaba su
color, Frasco seguía siendo el viejo blanco y negro de siempre.
Si bien en un tiempo Sierra empezó a observarle unas, casi
imperceptibles, sombras grises, leves nubes, bajo los ojos y en
las manos. Por momentos, también apreció cierta colaboración
en casa, incluso una ligera dulcificación, con tintes de
resignación, de su carácter. Pero no estaba claro
si esto lo percibía todo el mundo o sólo lo veía
ella, es decir, si el cambio estaba en sus ojos o en Frasco.
***
Semanas antes
de que Sierra muriera le diagnosticaron una grave anemia de grafito.
Decía el médico que habiendo nacido en blanco y negro y habiéndose hecho de color, Sierra
había retado lo que decían los libros y el saber sobre los cuerpos y las enfermedades respecto a lo que debía "ser". Insólito.
No hallaron
explicación médica unánime al desencadenante
de aquella mutación con la que Sierra había vivido
feliz sus últimos años. Tampoco demostraron científicamente
que su enfermedad y el cambio cromático que experimentó
tuvieran relación, pero ambos formaron ya parte del mito
de Sierra en el pueblo.
Como
suele pasar con las personas inolvidables cuando mueren dejan su
imagen, habitualmente su rostro, en algún sitio. En el palimpsesto
de su mesa camilla quedó impreso el de Sierra. No en una
foto, ni en un estigma blanco y negro -como rostro-mancha sugerido-,
sino en una bella imagen en color construida con todas las fotos
(ahora puntos impresionistas), visible sólo desde "un
arriba", para quien se atreve a mirar el mundo de otra manera.
Nadie
se enteró de que era la segunda vez que Sierra moría.
Y, de la misma manera que tuvo una segunda vida, ella, amante de
velas y de deseos enterrados en sal, murió queriendo vivir
una tercera, desde el principio al final, esta vez con condiciones,
todita en color y cinemascope.
Remedios
Zafra
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