La exiliada



Exiliarse no es desaparecer sino empequeñecerse,
ir reduciéndose lentamente o de manera vertiginosa
hasta alcanzar la altura verdadera, la altura real del ser.

Roberto Bolaño

 

Con un minúsculo hilo de voz, casi invisible su cuerpo y ya sin melancolía afirma que fue lo mejor. Que su vida mereció la pena aunque supusiera un exilio de sí misma.

Carmen Jiménez nació en una familia de ganaderos y esto en un contexto donde todos eran agricultores parecía algo singular. A Carmen no le disgustaba en absoluto.

Su abuelo paterno pasó tanto tiempo en la sierra cuidando cabras y ovejas que muchos, no sin socarronería hacia su aislamiento, advirtieron que el pastor había mimetizado rasgos de las cabras: nariz y mentón en línea continua, piel curtida, barbilla en punta, comedimiento en palabras y, tan poco acostumbrado al trato con personas, esos sonidos agudos y tímidos (como tenues balidos) al hablar. Parece que todo ello contribuyó a afianzar el apodo de su familia: "Los Cabras", que no los cabreros como la lógica de su profesión cabía sugerir.

El padre y el hermano de Carmen Jiménez habían heredado el físico del abuelo y también algo de su carácter. Aunque a diferencia del anciano no querían vivir en el cortijo de la sierra, sino que preferían hacerlo en el pueblo, aun a costa de levantarse todos los días de madrugada para emprender su camino rumbo a las cabrerizas.

El nuncio de la mañana para los vecinos era el golpe seco de la puerta de los Jiménez seguido del retranqueo del motor de un destartalado Land Rover. Justo a las seis de la mañana, todos los días del año, los Jiménez se dirigían puntualmente a su trabajo.

Al poco de aprender a hablar Carmen Jiménez ya insistía en acompañar a su hermano y a su padre en los desplazamientos del rebaño por la sierra, en busca de pastos frescos. Ella veía que el lugar de las mujeres y niñas era más el de la casa que el de la trashumancia. Lo supo porque lo vio, no porque nadie se lo dijera. Aunque en su caso, para repetir dicho destino no le bastó con verlo y desde pequeña Carmen se resistió a hacer lo previsible.

Ya de chica Carmen Jiménez ordeñaba las cabras cuando las bajaban al pueblo. Y, desde que aprendió a leer y escribir, era frecuente que también le permitieran subir a las cabrerizas con su familia para ayudar en lo que terciara.

Con el paso del tiempo, y al contrario que sus parientes, pasó de apodarse "Cabra" para ser "La Joven Cabrera".

En su camino por las cañadas y pastizales, su padre y su hermano eran sobrios en conversación, como su abuelo. Más dados a silbar que a hablar, rara vez se comunicaban entre ellos sino por gestos automáticos. Sí lo hacían en cambio con las cabras y los perros, aunque de esta misma manera. Como la pequeña Carmen era bastante tímida, desde que se unió a ellos se sintió cómoda en aquel contexto. Le gustaba especialmente el silencio de sus desplazamientos por la montaña.

No sabemos qué podía pasar por la cabeza de los Jiménez en su itinerancia por los montes y campos, aunque un día supimos que para Carmen aquellos viajes eran parte de otros más profundos. Con tremenda fantasía y buena memoria para los cuentos e historias, la sierra era el lugar perfecto para que Carmen Jiménez volara a gusto su imaginación.

Le salía, no podía evitarlo. Primero solía memorizar las canciones y fábulas que escuchaba en el pueblo o los sucesos que acontecían en la comarca y después, en la sierra, escribía lo que recordaba modificando las historias y los personajes, intercambiando sus roles y géneros.

A todas partes llevaba un cuadernillo de dos rayas y un par de lápices que Laura, la panadera, le iba regalando conforme se le terminaban. No sin motivo había una especial sintonía entre las dos, mezcla de la ternura que sentía la mujer por la niña cabrera y, por otra parte, de un sentimiento solidario respecto a ese madrugar innegociable y compartido por ambas que no entendía de festivos ni descansos. Cierto es que para la niña era fruto de una elección y que Laura, sin embargo, lo vivía sin otra alternativa, siendo Carmen y los demás ganaderos no sólo su temprana compañía sino causa de que ella les precediera en la jornada de trabajo. Cara y cruz, puesto que de una u otra manera todos contribuían a mantener los negocios de todos y eso era lo importante para la comunidad.

Lo curioso es que a Carmen Jiménez sí le gustaba madrugar y, sobre todo, recoger sus lápices nuevos. Sí, le gustaba mucho, pero más aún le gustaba escribir, y casi tanto o más le gustaba leer. Aunque esto sólo lo podía hacer muy precariamente, ya que en su casa apenas había unos cuantos libros (cartillas de la escuela y una Biblia usada como objeto decorativo). Tampoco era frecuente en aquellos años que salieran a la ciudad (ni mucho menos para comprar libros).

Consiguió, no obstante, algunas revistas y varios tebeos que le regaló su tía. También un par de volúmenes de una enciclopedia que leyó ya varias veces. Su padre los encontró en la casa abandonada de una familia que se marchó del pueblo y a los que los padres de Carmen Jiménez llamaban "señoritos".

Realmente, elegir sus modelos de vida e imaginar su lugar en el mundo no le resultaba fácil estando en un contexto que se jactaba de ser masculino como el de la ganadería. Y la lectura en esto tampoco era de mucha ayuda. En las revistas sus referentes en poco se diferenciaban de las mujeres del pueblo. Las imágenes eran distintas, su peinado y puede que su trabajo, pero en las telenovelas impresas que le dio su tía todas las mujeres aparecían como jóvenes obsesionadas con la belleza y el matrimonio, no más. Y en los tebeos no encontró a ninguna mujer cabrera. Desilusionaba bastante.

Lo sorprendente fue lo de sus dos volúmenes de una enciclopedia titulada "Historia de la Ciencia", donde ni por asomo aparecía una sola mujer, ¡qué decir de las posibles mujeres cabreras! Carmen sabía que lo suyo no era una ciencia, pero alguna foto o rastro indirecto de su existencia habría sido tranquilizador para "reconocerse" ella misma. Hasta cierto punto era imaginable, porque si las mujeres científicas eran invisibles en esos dos volúmenes cómo no iban a serlo las "no científicas". También habría que precisar que ella sólo pudo corroborarlo desde la letra "A" hasta la "G" por lo que aún mantenía la duda de si, por alguna extraña regla taxonómica, "todas" estaban en el resto de tomos que le faltaban.

En cualquier caso, esto no supuso demasiado problema para Carmen Jiménez, habituada a volver las situaciones a su favor. Si bien la ausencia de modelos la paralizaba en ocasiones, nunca frenó su imaginación. Es más, el reto le parecía estimulante pues así podía "imaginarlo todo".

Y tan activa era su fantasía que conjeturaba nuevos modelos de identidad y de convivencia entre el ganado, como experimentando los que ella -de tener alguna autoridad- sugeriría a los que hacen revistas, tebeos y enciclopedias. Para ello previamente necesitaba identificar a los animales y convertirlos en personajes de ficción. Si alguna cabra desaparecía inventaba rebuscados motivos para explicar su pérdida, normalmente relativos a que el sistema de convivencia imaginado era fallido para el rebaño, entonces probaba otro.

Dicha afición la obligó a poner nombres a cada una de las cabras que cuidaban. Claro, estos no coincidían con los puestos por su padre y hermano, ya que cuando ellos se referían al rebaño lo hacían de una manera general y muy práctica, y si habían de particularizar normalmente atendían al tamaño, color, agresividad o salud de la cabra en relación al resto. Por lo que apenas media docena fueron bautizadas por algún calificativo invariable que las singularizara.

En esto no fue muy original Carmen Jiménez pues, aunque intentó nombrarlas por características propias del animal, todas eran muy parecidas y en muchos casos tuvo que optar por inventarse un nombre en función de variables externas que pudiera memorizar. Así lo hizo, recordando los respectivos nacimientos o bautizos caprinos (día de la semana, color del cielo, estación del año, día del mes...). Obvia decirse que las combinaciones le resultaban siempre con foráneo aire piel-roja: Terceranubedeverano, Cincodeenerogris, Lluviaazuldemarzo... y creaciones del estilo.

Ella que era muy reservada mantenía los nombres en secreto, pero en alguna ocasión no pudo evitar que se le escapara alguno con la consiguiente risilla de su hermano y frente al ceño fruncido de su padre, que toleraba más la rareza callada que la imaginación compartida.

 

***

Pero todo esto pasó hace ya mucho tiempo. Ahora Carmen Jiménez es mayor. De hecho, ya no recuerda muy bien las advertencias que le hicieron sus padres cuando era muy pequeña y no veían con buenos ojos que se dedicará a la ganadería. Sí recuerda, no obstante, algo que le decía su madre cuando al despertarse la familia cada mañana se encontraban a Carmen ya vestida y preparada para subir a la sierra, mientras su hermano todavía se desperezaba en la cama. "Carmencita, hija, lo mejor es que no vayas", musitaba, cada vez más resignada, la madre. Pero nada pudieron hacer con el empeño de la niña y, finalmente, se fueron acostumbrando. La constancia convirtió en algo normal que a las seis de la mañana Carmen Jiménez se marchara a las cabrerizas con su padre y con su hermano, y que pasara de acompañarles a ser una más del grupo.

Para todos Carmen tenía algo de nómada, como su padre, su hermano y el resto de ganaderos. Pero lo que nadie sabía es que lo de Carmen era un doble viaje, el del
nómada y el de la exiliada de sí misma.

Como todo, tuvo sus consecuencias y, conforme pasaban los años, su cuerpo se fue haciendo inexplicablemente más y más chico. No sólo porque iba envejeciendo y su espalda empezara a encorvarse levemente, sino porque realmente ella se estaba haciendo muy, muy pequeña, cada día más minúscula.

Ahora, chiquitita como el muñeco de un niño, vive en el cortijo del abuelo a donde peregrinan algunos pensando que está tocada por una mano celestial, que su peculiaridad física la convierte en una enviada. Ellos la llaman santera.

Ahora, chiquitita como el muñeco de un niño, vive en el cortijo del abuelo a donde peregrinan algunos pensando
que está tocada por una mano celestial, que su peculiaridad física la convierte en una enviada. Ellos la llaman
«santera».

Con un minúsculo hilo de voz, casi invisible su cuerpo y sin melancolía, lee sus historias a quien la quiera escuchar y afirma a los que la visitan que fue lo mejor. Que viajar con las cabras y con su imaginación mereció la pena aunque supusiera un exilio de sí misma. Y desde un viejo sillón de orejeras mueve sus piececillos enanos como guisantes y les dice (ellos oyen) que uno de sus deseos se cumplirá al salir. Y los peregrinos se van contentos —y más bajitos— a sus casas.




Remedios Zafra