¡Bang! Imitando el sonido de una bala y con el dedo índice
apuntando a la frente de una mujer de mediana edad, Stuart,
protagonista de la serie británica Queer as Folk, advertía a la madre de su amigo Alexander de que
el abuso y la crueldad cometidos contra su hijo no iban a quedar impunes. Estando
su padre grave en el hospital, Alexander, conocido miembro de la escena gay de
Manchester, había sido conminado por su progenitora a firmar un documento legal
en el que renunciaba a cualquier derecho sobre la herencia paterna. La amenaza
de que esta injusticia no iba a quedar sin castigo se iba a materializar pocos
minutos de cinta después, con el incendio del coche de la mujer ante su propia
casa mediante procedimientos propios de la guerrilla urbana.
El tono y
el contenido de este episodio, correspondiente a la segunda entrega de la serie,
era explicado por su director, Barry Ryan, como un necesario ajuste de cuentas tras lo sucedido
como consecuencia de la primera parte de Queer as Folk. Esta serie pionera en ofrecer
una temática totalmente gay en la televisión británica
–fue emitida por Channel 4 en 1999–
describía en clave de sitcom
las relaciones entre un grupo de amigos gays de
Manchester y las circunstancias personales y laborales de cada uno de ellos. Según
Barry Ryan, la soltura y desinhibición
de los personajes, particularmente del adolescente Nathan, quien se desenvolvía en su entorno escolar y familiar
con particular seguridad, había animado a chicos y chicas del Reino Unido a vencer
sus miedos y a expresar abiertamente su orientación sexual en su entorno cotidiano.
A diferencia de la ficción, en que Nathan logra salir
airoso de todos sus desafíos, muchos de los jóvenes que en la “vida real” habían
intentado seguir su ejemplo se habían topado, sin embargo, con una reacción de
incomprensión y violencia por parte de familiares, compañeros de clase y profesores.
En un caso, incluso, un estudiante de secundaria había sido “linchado” por el
resto de los alumnos, acabando en el hospital con la mandíbula rota.
Este episodio
de la historia reciente de la televisión nos previene de asumir directamente que
la afloración contemporánea de representaciones de gays, lesbianas y transexuales (GLT) en los medios de comunicación se
corresponde con una disolución definitiva de los mecanismos de represión y de
denigración social de aquellos que se salen de la norma de comportamiento sexual
dominante. Es más, la “obsesión” actual de los medios “mainstream” por
incluir representaciones de sujetos GLT en sus programas debe interpretarse como
parte de un proceso polivalente en el que se conjugan la presión por alcanzar
una cierta cota de visibilidad por parte de grupos sociales tradicionalmente excluidos,
con la necesidad surgida del propio sistema de proveer a la mayoría “normal” de
representaciones tipificadas y neutralizadas de un “otro” potencialmente desestabilizador.
Con el fin de evitar acabar siendo juguetes rotos del freak show televisivo,
o terminar presos de las imágenes estereotipadas y homogeneizantes producidas desde el discurso hegemónico es
necesario hacer un esfuerzo por situar la reflexión y la acción política en aquel
preciso lugar en el que se producen las transacciones entre los comportamientos
sociales y el mundo de las representaciones mediáticas.
El filtrado
de cualquier imagen explícita de situaciones de escarnio y violencia homófoba en los medios de comunicación ha sido defendida por muchos como un procedimiento útil para escapar
del victimismo y para construir modelos positivos y
socialmente aceptables de sujetos tradicionalmente degradados en la escala de
valores éticos y morales. Sin poner en duda la validez coyuntural de tales estrategias,
es importante luchar por impedir que los medios se conviertan en un espejismo
en que se resuelva de modo ficticio un conflicto abierto en casi todos los estadios
de la vida, desde la familia a la ley, y reivindicar que sean, por el contrario,
un lugar de denuncia de la impunidad con que la sociedad en todos sus estratos
sigue ejerciendo violencia simbólica –y no exclusivamente simbólica– sobre aquellos
que no se ajustan a las normas de comportamiento sexual. El simbólico ¡Bang!
de Stuart en la frente de la madre que se ampara en las normas
sociales para despojar a su hijo homosexual de sus derechos legales posiblemente
no sea el modo más sofisticado de argumentar contra la homofobia, pero es muy efectivo al invertir el papel de víctima
indefensa y susceptible de un proceso de denigración y escarnio sin respuesta
posible que le correspondería como sujeto gay. Sin pretender hacer una apología
mitificadora de las pink guerrillas anglosajonas, es necesario, sin embargo, recuperar algo
del espíritu confrontacional que se viviera tras Stonewall en la reivindicación del espacio de la ciudad en
los años sesenta, reeditado en las campañas de Act up contra las campañas institucionales respecto al SIDA en los años
ochenta, y aplicarlo al campo de las representaciones mediáticas de la subjetividad
GTL, reflexionando sobre la utilidad de las mismas en la lucha por la propia dignidad
en todos los ámbitos de lo social.
Los términos
de este nuevo activismo deben, sin embargo, ser redefinidos respecto a nuevos
parámetros. El régimen de construcción de las identidades individuales y grupales
se ha hecho más fluido y permeable en la sociedad de la información contemporánea,
haciéndose precisa una revisión profunda de los fundamentos de las políticas de
afirmación identitaria y de “orgullo” puestas en marcha
históricamente por el movimiento de liberación GTL. Douglas Crimp advertía ya hace unos
años del potencial excluyente y discriminador de tales posiciones entre los mismos
miembros del colectivo y de la pérdida de agudeza crítica a que podían dar lugar
una vez erigidas en ortodoxia (Crimp 2003). Tímidamente,
se podría apuntar incluso que la noción de “colectivo gay” ha dejado de ser adecuada
para definir las difusas formas de identidad social contemporáneas, perdiendo
su antiguo papel como plataforma aglutinante del espectro de intereses de quienes
se sitúan al margen de la sexualidad normativa. Los anglosajones lo intuyeron
hace tiempo poniendo en curso un término alternativo: queer,
que, a pesar de su rápido éxito en los circuitos académicos aún requiere de un
debate profundo de nuestra
parte.
Sin embargo,
los procesos de construcción subjetiva actuales, fluidos y menos sujetos a determinaciones,
no implican de por sí un desmantelamiento espontáneo del régimen heterosexista,
como muchos han creído ver. Es más, la hipercodificación
de los cuerpos y el trasiego de las identidades dentro de un mercado dominado
por la ley de “oferta y demanda” pueden fácilmente dar lugar a una reificación
y vaciamiento político de los posicionamientos identitarios
y a una intensificación de las jerarquías existentes, aderezadas con un énfasis
en el aspecto físico o la juventud. Los procesos de violencia simbólica contra
homosexuales y transexuales sólo pueden ser combatidos, pues, mediante la activación
de una renovada esfera pública en la que los medios de comunicación de masas no
pueden dejar de tener un papel fundamental, pero siempre en continuidad con el
resto de mecanismos de organización social: la educación, la legislación, la sanidad
y el así llamado mundo de la cultura.
Jesús Carrillo es profesor de Historia del Arte en la Universidad
Autónoma de Madrid. Su trabajo se divide entre el estudio de la temprana edad
moderna y el análisis crítico de la cultura visual contemporánea. Es, también,
autor de Naturaleza e Imperio (Madrid: 12 Calles, 2004) y Arte
en la red (Madrid: Cátedra, 2004) y editor de "Desacuerdos I y II”.
Referencias
bibliográficas
Crimp, D. “Mario Montez. Por Vergüenza”.
Brumaria, nº 2, 2003: 9-33.