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LA VIOLENCIA VIRTUAL

Enrique J. Díez Gutiérrez

 

En los últimos años se oye hablar mucho de la violencia de género, pero casi siempre tratando de reducirla a la esfera de lo privado, como un hecho singular de personas individuales y circunscrita a contextos específicos y determinados. Sin embargo, muy pocas veces se analizan los mecanismos culturales que generan, mantienen y contribuyen a potenciar un proceso de incultura en la violencia de género como fenómeno social “inevitable”.

Nos estamos socializando en unos valores que impregnan de manera subliminal el inconsciente colectivo de nuestra sociedad. Valores ligados a la cultura patriarcal que legitima el dominio masculino, la violencia como estrategia de relación y sumisión, la competitividad y el triunfo sobre los demás como finalidad, el menosprecio hacia los débiles, el sexismo, etc. Esta asunción de la cultura patriarcal ligada a la violencia es un fenómeno estructural al que Johan Galtung denomina ‘violencia cultural’ (Galtung, 2003) y que se transmite oculta en el proceso de socialización.


Por eso hemos analizado los mecanismos que generan la violencia, las estructuras organizativas que la perpetúan y la profundizan, los sistemas sociales que la alientan. Parece que hay un acuerdo inconsciente entre los investigadores e investigadoras para reducir o limitar el fenómeno de la violencia de género a la dimensión personal y al caso individual, olvidando las claves sociales, mediáticas e institucionales que han creado un mundo y una sociedad tan violenta como la que vivimos, y en la que las personas jóvenes se convierten en receptores y consumidores de ésta, que terminan reproduciendo en sus esquemas de comprensión de la realidad, en sus comportamientos y en sus pautas de relación.


Algunos videojuegos podrían ser una de las claves explicativas de esta “violencia cultural”, en la medida en que pueden potenciar contenidos y valores ligados a esa cultura patriarcal. Tras analizar los 250 videojuegos[1] más vendidos, no ha habido ninguno que no exalte la violencia, el sexismo o el racismo. Todos ellos reproducen estereotipos sexistas. Están hechos por hombres y para los hombres, reforzando el comportamiento y papel masculino e incluso, en ocasiones, con claras muestras de incitación al sexismo. Los juegos están pensados para un imaginario masculino, y responden a lo que, desde la representación social, serían los deseos, afinidades y aficiones de los varones. Por eso son los chicos los que más juegan.

 

En ellos se exalta un sexismo explícito, centrado en la imagen y el rol de la mujer, y un sexismo implícito, mucho más soterrado y larvado. El sexismo patriarcal del que están empapados los videojuegos no alude únicamente al rol que desempeña la mujer en estos videojuegos, o al lenguaje sexista que se emplea en los mismos, ni siquiera a la imagen de la mujer que en ellos se presenta, sino que hace referencia, también y muy especialmente, a la construcción de un mundo virtual basado en una idea distorsionada de lo masculino. Esta “cultura macho” es elevada a categoría universal y válida, en la que sólo se dan ‘valores’ como el poder, la fuerza, la valentía, el dominio, el honor, la venganza, el desafío, el desprecio y el orgullo. Por el contrario, lo femenino es asimilado a debilidad, cobardía, conformismo y sumisión.


El sexismo explícito es obvio: la representación femenina en los videojuegos es mucho menor, generalmente minusvalorada, y en actitudes dominadas y pasivas. Sus modelos corporales son tendentes a la exageración, con idealizaciones de personajes sacados del cómic o hasta del cine porno. Sus vestimentas no responden a las necesidades del momento, de la historia, del trabajo o de la acción que se realiza en el videojuego, sino a mostrarse “insinuantes” o “seductoras” hacia los hombres. Esto supone un fuerte impacto sobre la imagen que las niñas y adolescentes se construyen de ellas mismas y que contribuye especialmente a que los niños y jóvenes asuman pautas de comportamiento respecto a la mujer elaboradas a partir de una visión estereotipada y limitada de lo femenino. De esta forma las chicas aprenden la dependencia y los chicos la dominación. 


Las protestas internacionales ante este “machismo” primario y burdo, han llevado a incorporar un nuevo tipo de personaje protagonista femenino que asume un rol activo en el desarrollo del juego. No obstante, este nuevo tipo de personaje, de rasgos andróginos y comportamiento agresivo, no trae, salvo con su propia presencia, nada nuevo. Reproducen los esquemas de comportamiento de los héroes masculinos adornados por la dureza, el afán de venganza, el desprecio, el orgullo, etc. Pero eso sí, vestidas o más bien, semidesnudas con trajes escasísimos de tela, con pechos y culos exagerados, dejando entrever un cuerpo escultural entre el armamento que portan. Es la masculinización de las mujeres y su incorporación a la defensa de esa cultura “macho”, reproduciéndola eficazmente.


En nuestra civilización jerarquizada, los que están arriba, y no podemos olvidar que los hombres siempre lo han estado, son los que han ido construyendo un modelo en el que lo significante, lo valioso, es aquello que se ajusta más fácilmente al “esquema viril”. Es el denominado “síndrome de John Wayne”, un código de conducta explicito aunque no escrito, un conjunto de rasgos masculinos que hemos aprendido a venerar desde la infancia y al que las nuevas protagonistas femeninas se van asimilando. Esto se puede comprobar haciendo la “prueba de la inversión”: las mujeres pueden hacerse pasar por hombres y utilizar los mismos videojuegos, pero lo contrario es imposible. Lo masculino se ha convertido en la norma, en “el neutro” que engloba a los hombres y a las mujeres, mientras que lo femenino se asocia a la excepción, la “anormalidad”.


Pero lo más importante no es esta estereotipación explícita de la imagen y el rol de la mujer, sino los valores implícitos que se descubren inmersos en el diseño y desarrollo de estos videojuegos, con estética disney, pero anclados en el “pensamiento único”.


La violencia se ha convertido en el elemento básico de la acción en estos juegos. Cualquier máquina de destrucción ha recibido su versión simulada: hay simuladores de barcos de guerra, de aviones de guerra, de carros de combate, etc. Las revistas especializadas establecen una relación proporcional entre la violencia de un juego y su calidad[2]. Porque el verdadero problema es que ésta vende. De hecho se ha convertido en uno de los elementos importantes de cualquier videojuego que quiere triunfar y ser número uno en ventas.


Algunas autoras y expertos afirman que la violencia fantástica contenida en los videojuegos puede ser un espacio de catarsis, una válvula de escape para descargar tensiones y agresividad contenida en la vida real. Tiene una función catártica, pues permite “sacar afuera” todas las tensiones de la vida cotidiana, lo que contribuye a reducir la agresividad en la vida real de los jóvenes. Esto parte del supuesto no demostrado y rechazado en psicología de que practicar la violencia simbólicamente es algo bueno o que hacerlo de forma ficticia conlleva que no se haga en la realidad. Lo que sí se ha demostrado es que esa práctica habitúa a la violencia. A corto plazo, aumenta la capacidad de desarrollarla porque pone en primer lugar las reacciones agresivas y, en segundo plano, las reflexivas. Mientras que, a largo plazo, predispone a la agresividad al ver potenciada esa capacidad con el aprendizaje de técnicas de uso. Un segundo argumento es que los niños y niñas ven más violencia en la televisión y en la realidad, como si esto fuera una eximente. Un tercer argumento es que los niños y las niñas comprenden que la violencia que ven es ficticia: “si ves a alguien al que le han cortado la cabeza, sabes que no es real, es demasiado unidimensional, no huele, no lo tocas; en general, los niños lo encuentran divertido” afirman.


El problema es que trivializan la violencia real y que los niños y niñas acaban volviéndose inmunes a su horror. El mayor peligro no es la generación o no de comportamientos violentos, sino la insensibilización ante la violencia. Se presenta sin consecuencias para la persona que la perpetra o para la víctima, enviando el mensaje de que es un modo aceptable de alcanzar objetivos, divertido y sin daño. Como consecuencia no les extraña si sucede en la vida real. No lo ven como malo. Les parece que son prácticas normales, que la gente hace a diario y que no son condenables. Si se cometen torturas en un país determinado o las fuerzas de seguridad de un lugar maltratan a los inmigrantes, les parece normal. Como en el juego están acostumbrados a verlo a diario, no se dan cuenta de que está mal hecho.

“Las dificultades para probar la relación causa-efecto entre la violencia virtual y la agresividad real con que chocan las actuales investigaciones recuerdan mucho a las que tuvieron los científicos para vincular directamente al tabaco con el cáncer” (Díaz Prieto, 2003). Este autor señala que seis prestigiosas asociaciones de psicólogos y pediatras de EE UU, han afirmado recientemente que existe un lazo incontestable de causalidad entre la violencia mediática y el comportamiento agresivo de ciertos niños. Aquí, la Asociación Española de Pediatría ya había alertado sobre las consecuencias del alto índice de contenidos violentos de las pantallas; lo cual, según su informe, interviene como un factor determinante en las conductas masculinas violentas.

Lo curioso es que las personas jóvenes encuestadas y entrevistadas[3] creen que la violencia de los videojuegos no les afecta en su comportamiento. No son conscientes de cómo influye en su concepción de la realidad, en sus creencias y valores, en sus comportamientos, en sus relaciones con los que les rodean. Tanto los niños como las niñas reciben mensajes negativos que influyen sobre la manera en que creen que deben actuar y sobre el aspecto que deben tener. Este tipo de retrato envía señales muy fuertes acerca de lo que significa ser mujer y ser hombre. Muchos de los chicos y chicas jóvenes pueden concebir que los personajes extremadamente eróticos representan el “símbolo de la mujer ideal”. Estas imágenes pueden afectar a la capacidad de autoestima de las chicas, así como a la idea que ellas tienen de su puesto en el mundo. Además, estas imágenes también influyen en lo que esperan los chicos de las chicas y en como se relacionan con ellas. Y no hay influencia más marcada que aquella que no es consciente, pues no permite una racionalización de la misma, induce a creer que no es necesario generar mecanismos conscientes de defensa frente a ella. De esta forma, la mayoría de nuestros adolescentes y jóvenes se encuentran inermes ante los valores que transmiten y las actitudes que conlleva la utilización constante de estos videojuegos.


Hemos de ser conscientes de que los juegos de ordenador violentos son aún más peligrosos que las películas de igual signo y que las imágenes de violencia contenidas en televisión. El motivo es que no se limitan a mostrarla ante un espectador pasivo, sino que exigen a la persona identificarse con el personaje y actuar por él. Además, estos juegos exigen a quien los utiliza ser activo o activa frente a las situaciones de violencia que representan. Si además, tenemos en cuenta que las consolas de juego son cada vez más potentes y están incorporando nuevas tecnologías que permiten una calidad de imágenes cada vez mayor, añadiendo realismo a la acción, podremos darnos cuenta de hasta qué punto son peligrosos en el proceso de identificación de la fantasía con la realidad.


Estos videojuegos construyen un universo dantesco. Mundos apocalípticos y terminales, donde predominan la fuerza y las armas, donde están claramente delimitados el éxito –matar o ganar- y el fracaso –morir o perder-; el bien –los buenos, nosotros- y el mal –los malos, ellos, los distintos a nosotros-. No hay historia ni contexto, sólo una amenaza y una necesidad de actuar. Todo vale para cumplir la misión emprendida. No hay “grises”, ni matices, ni circunstancias, ni explicaciones. Esto supone una visión maniquea de la realidad. Un universo en donde la única alternativa es matar o ser matado, comer o ser comido, ganar o perder. El ataque o la defensa se convierten en el único parámetro operacional, en el sustituto de la reflexión y del juicio personal. Incluso se suprime prácticamente el lenguaje oral, predominando la imagen visual y la respuesta mecánica, el instinto y los reflejos. Se configura una visión de la vida y del entorno dominada por la compulsividad, por la inmediatez. El problema es que las estructuras mentales de los seres humanos se van construyendo en función de los instrumentos que utilizan. El tiempo se comprime con los nuevos “juguetes” que manejamos. Todo es acelerado y nuestra espera se convierte en angustia.


En esta visión paranoica de la realidad, el otro diferente a mi, es siempre un enemigo que debe ser eliminado. Y es un enemigo “marcado”. Es decir, no es cualquier enemigo, sino supuestos enemigos creados en función de unos intereses sociales y culturales delimitados: se ha pasado del enemigo comunista, al enemigo terrorista que coincide con el árabe o el sudamericano. Se potencia un racismo implícito y solapado muy potente en la conformación de la visión ante el “otro” diferente.


Estamos acostumbrándonos progresivamente a una indiferencia, incluso a una cierta mirada morbosa, ante la violencia, el sexismo y el racismo. Escudados en el latiguillo de que deben dar al mercado o a la gente lo que pide, los editores y los distribuidores de videojuegos se desligan de cualquier responsabilidad moral o ética acerca del contenido de los juegos. Y desplazan la responsabilidad hacia el consumidor o consumidora que decide con libertad en el mercado. Al final se convierte a las víctimas en culpables.


Porque esto no es solamente un problema de la gente joven, sino que es un problema en general de la sociedad. Los valores comerciales o de lucro se ponen por encima de los derechos humanos, de la paz o de la justicia. El mercado se ha convertido en el gran regulador del consumo en función de la oferta y la demanda. Es el sujeto individual quien ha de decidir qué es bueno y qué es malo. Se ha pasado de una regulación social a la “libertad de mercado”. Se están hurtando a la discusión pública y política muchos problemas estructurales y sociales. Y este es uno de ellos. Tratan de remitirlos a la decisión individual, a la libertad de elección del consumidor o consumidora. Como si de ellas y ellos dependiera el apagar el televisor o dejar de jugar a los videojuegos. Mientras que lo que se oculta al debate social es qué contenidos y valores son los que tienen que promover esos videojuegos.


Esto significa que la socialización esta siendo dirigida esencialmente por el mercado. Y se tiende a responsabilizar a las familias de las salvajes condiciones que impone el dios contemporáneo: el mercado global. Es el sujeto quien tiene que combatir contra él. Porque el mercado se autorregula. Es la divinidad de la libertad de mercado la que se nos impone y nos culpabiliza. Es la perversión que convierte a las víctimas en culpables, y les hace sentirse como tales.

La tecnología tiene que estar al servicio de la comunidad y de la sociedad, no al servicio del rendimiento económico. La responsabilidad está antes del mercado, antes de que esos productos lleguen al mercado. ¿Y si hacemos otros productos conforme a los derechos humanos y a los principios y valores que defendemos, al menos teóricamente? ¿Y si ponemos el mercado al servicio de los seres humanos?


Enrique J. Díez Gutiérrez es profesor en la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la Universidad de León. Ha dirigido la investigación La diferencia sexual en el análisis de los videojuegos, encargada por el Instituto de la Mujer y el CIDE (MEC) en el año 2004. Componentes del equipo: Eloína Terrón Bañuelos, Matilde García Gordón, Javier Rojo Fernández, Rufino Cano González y otras.


Referencias bibliográficas

Galtung, J. (Ed.). Violencia cultural” en Documentos de trabajo Gernika GoGoratuz, nº14 (Gernika-Lumo: Centro de Investigación por la Paz Gernika, 2003).

Díaz Prieto, M. “Las dificultades de probar la relación causa-efecto”, La Vanguardia (08-junio-2003).

 

Investigación y guía didáctica: "LA DIFERENCIA SEXUAL EN EL ANÁLISIS DE LOS VIDEOJUEGOS" (2004, CIDE/Instituto de la Mujer) http://www3.unileon.es/dp/ado/ENRIQUE/Public21.htm



[1] Llegar al final de un videojuego conlleva una media de 300 horas, lo que equivale a la duración de un curso escolar completo.

[2] El análisis del videojuego titulado X-Men: Mutant Academy comienza con los siguientes términos: “un buen juego de lucha debería ser duro como una roca; tendrá que provocar tu rabia antes de un nuevo asalto. Tendrás que jugar sin parar hasta que alguien te arrancara los restos deformados y vapuleados de la Game Boy de tus manos temblorosas llenas de sudor” (revista Game Boy, 64). “Mortal Kombatt II, título genial, es una exaltación de la violencia más absoluta que jamás hayamos podido imaginar (...) Un cartucho único que con el tiempo será vital para entender la esencia de los videojuegos” (Super Juegos, 29).

[3] Se han pasado 5.000 cuestionarios, se han analizado los 250 videojuegos comerciales más vendidos, se han realizado 22 estudios de caso con 44 participantes, se han hecho 60 entrevistas en profundidad, 13 grupos de discusión, 20 observaciones de campo, así como el análisis documental de 14 revistas durante los tres últimos años.