Narración en una sala sin asientos.
(Del libro La insolencia, Madrid Universidad
Popular José Hierro, 2001)
I
Y
ahora el juez
visiblemente encantado de no ser la víctima,
me pide
que relate aquellos hechos.
le había
imaginado en muchas callejuelas
en las noches
que acaban sin zapatos
bailando
sobre la mesa
de las cafeterías.
No esperaba
que entre
las sombras de mi puerta,
violentara
igualmente el cuerpo
y la casa
que le acogían.
No
se puede vencer
a lo que
ni siquiera se concibe,
probablemente la cara más real
de este
montaje que me considera
mitad objeto,
mitad animal todavía,
y acude
con máquina de escribir
y cámaras
y público
a mi gesto
de socorro.
Ese
mismo día acabé en comisaría,
relatando
todo de nuevo
en una sala
sin asientos.
Luego
vinieron los abogados
y por último,
los jueces,
los bellísimos
salones de terciopelo verde
que guardan
a los jueces;
la tallada
madera que soporta
sus utensilios
míticos:
la balanza,
el plateado puñal,
el mazo,
de los que esperamos
algo así
como una respuesta,
porque hemos
investido este lugar
de potestad
sobre nosotros
y el mutuo
acuerdo entre los hombres
es otra
forma de lo sacro.
Aquí
fue la vergüenza
el despojamiento
de todo lo que creía,
porque todo
lo que vale una mujer
quedó fijado
antes de su nacimiento,
hace muchos
siglos,
y no sirven
contra ello la voz,
los documentos,
la lucha…
No
ante el Conocedor de Lo Que Valgo,
el cual,
feliz desde su mesa,
ordena a
su secretaria
la importancia
de anotar
que la denunciante
vive sola,
es soltera
y acostumbra, señorita,
a dormir
sin ropa los veranos.
La
tinta y el papel se pudren,
la habitación
hiede a calamares muertos,
señoría.
Y
el agresor detrás,
siempre
mirando al suelo,
siempre
las manos juntas,
vestido
con un increíble traje azul marino,
como un
hombre normal.
Todo
para nada
toda esta
humillación,
esta fisiología
en primer plano,
no sirve
más que para el lucimiento
de los zapatos
italianos,
los maquillajes
franceses
y las corbatas
de seda
sobre la
seda de las togas.
Lucen
sus galas en esta caza costosísima,
después
redactan su sentencia.
Yo
no sé lo que me corresponde de este mundo,
pero sí
sé que jamás
volveré
a reclamarles parte alguna
en sus juegos.
II
Hay
algo peor todavía,
algo más
que la escenificación
en propio
cuerpo de los tópicos
leídos en
diarios y revistas,
peor que
la corta lucha,
peor que
los tribunales.
Es
el porqué
–el no saber por qué–,
en un hombre
está tan lejos
la conciencia
de su sexo,
como si
de un castrado
en cierto
modo se tratase.
Lavabos
de señoras (inédito)
Se
reúnen las esposas en el aseo.
Una
de ellas me acuna
en su hombro,
soy un bebé
llorando
para ella.
Nos
ha pasado a todas, me dice,
y se vuelve
y se lava
sus propias
heridas.
Afuera,
en el hotel, los hombres
celebran
algo, aplauden
al cantaor,
canallean
el pasillo en busca de bebida;
saben a
salvo su secreto,
quizás hasta
ahora mismo.
Cristina
Morano es escritora y grafista, fundadora de las revistas
Thader (1994-1996) y Hache (2004-...), ha
publicado en revistas de difusión nacional como Turia
y Ultramar. Trabaja actualmente en la agencia Tropa,
Murcia.