Una, otra. Y otra más. Cada
cinco días, una mujer muere en España a manos de quien dijo amarla. Cada cinco
días, la tragedia del machismo se convierte en noticia. Es la cadencia machacona
de un drama que sorprende y avergüenza. Pero no siempre fue así.
“El machismo mata”, advierten
desde hace años las feministas. Durante mucho tiempo gritaron esa frase rodeadas
de silencio. Los medios de comunicación asumieron poco a poco esa realidad en
los años noventa del siglo XX. Fue entonces cuando estas agresiones, etiquetadas
como “violencia doméstica”, dejaron de considerarse un problema privado para convertirse
en público. El detonante: la muerte de una madre de familia a la que su marido
roció con gasolina y prendió fuego. Esta mujer, Ana Orantes, tenía una particularidad:
había denunciado sus años de maltrato ante las cámaras de televisión. Había contado
en público lo que miles de mujeres aún callan. Y eso le costó la vida. La imagen
de Ana viva, el testimonio de su sufrimiento durante años, se reproducía al tiempo
que la de su muerte. Fue el aldabonazo.
El brutal asesinato de Orantes,
en diciembre de 1997, sacudió la conciencia colectiva y desató la alarma social.
Sí, el machismo mataba. Y estaba en casa. Meses después, por primera vez un Gobierno
de España puso en marcha un plan estatal contra la violencia doméstica, el Ministerio
del Interior comenzó por fin a contabilizar el número de víctimas y de denuncias.
El drama silencioso y a menudo silenciado empezaba a tener cifras, aunque fuera
mal contadas. También arrancaban las encuestas oficiales
que arrojaban luz: 1,8 millones de mujeres sufren o han sufrido la violencia de
su pareja o ex pareja en algún momento de su vida. Una epidemia, una lacra social.
Los medios comenzaron a difundir
las agresiones, al menos las mortales, más allá del mero suceso. Y con nuevos
criterios acuñados poco a poco, fruto del interés y la discusión tanto en las
redacciones como entre los periodistas y los expertos que trabajaban sobre el
problema. Fueron desapareciendo los titulares justificativos del estilo “un hombre
mata a su mujer por celos”. No, la mataba por otra cosa: porque se sentía su dueño.
Quitar la vida a la compañera era, definitivamente, algo injustificable, cuyas
motivaciones había que desenmascarar. Era el primer paso hacia la tolerancia cero.
Un paso al que no fueron ajenas las periodistas. Son ellas, prácticamente en todos
los medios, las encargadas de tratar, al menos a pie de obra, un drama que lentamente
dejará de considerarse como un tema de mujeres para empezar a tratarse como un
problema de todos.
Izada la bandera contra el
maltrato, los medios de comunicación, especialmente la prensa diaria, empezaron
a ir más allá, a intentar explicar los porqués. La violencia doméstica o de pareja
es el reflejo de una relación de dominio del hombre sobre la mujer, puro machismo
abonado por una desigualdad alentada por los patrones culturales. Niñas educadas
para cuidar, para amar, para depender. Niños educados para luchar, para dominar,
para triunfar. Hombres que confunden el amor con la posesión, mujeres que, perdida
su autoestima, llegan a creer que merecen los golpes. “Llegas a creer que te pega
porque te quiere”, explican las víctimas. En un país que ha pasado de la dictadura
a la democracia de forma ejemplar, la igualdad dista de estar consolidada en las
relaciones de pareja. Y eso cuando las mujeres ganan autonomía a pasos agigantados.
En paralelo, la violencia machista
se banalizó en otros ámbitos comunicativos, especialmente
en ciertos espacios televisivos. Las agresiones de pareja se convirtieron en un
ingrediente habitual de la telebasura y ocuparon
espacio en los programas rosas. El famoseo se
apuntaba al carro y cobraba por incorporarse a un elenco de víctimas que nunca
habían salido en el papel couché. O visto
de otro modo por el gran público: ni siquiera ellas se salvaban, al menos aparentemente.
Las agresiones también eran un espectáculo rentable para la cuenta de resultados
de las cadenas de televisión.
Y frente a todo ello, unas
instituciones lentas, a menudo inoperantes o maniatadas. Surgen las campañas institucionales
para animar a las mujeres a denunciar su situación. Pero una vez que lo hacen
se sitúan aún más en la diana de su agresor. La única alternativa, en el mejor
de los casos, es ir de la comisaría a una casa de acogida –donde existen-. La
protección que ofrecen jueces y policías es exigua o nula. Una mujer puede llegar
a denunciar una veintena de veces a su agresor y morir a manos de él.
La sangría de vidas femeninas,
de la que los medios dan cumplida cuenta, salta a la arena política en 2002. Los
primeros enfrentamientos en el Parlamento dejan paso a la primera medida adoptada
por unanimidad: la creación de orden de protección que permite a los jueces otorgar
amparo inmediato a las víctimas. El triunfo socialista, en marzo de 2004, lleva
aparejado el compromiso de que una ley integral contra la violencia machista sea
la primera en aprobarse en el nuevo Legislativo. El 23 de diciembre, con todos
los votos a favor, queda aprobada definitivamente una ley considerada pionera
en Europa que busca proteger en todos los ámbitos a las mujeres que sufren la
violencia de su pareja o ex compañero. No erradicará el problema de un plumazo,
pero sienta las bases para intentar atajarlo desde todos los ámbitos: educación,
justicia, protección social...
A estas alturas, con ley recién
estrenada y también con muertes sin freno, algunos se preguntan si los medios
de comunicación, al hacerse eco de cada caso, alientan la epidemia violenta, si
los casos (72 asesinatos en 2004, uno más que el año anterior) aumentan porque
se airea el problema. ¿Alguien decide matar a su compañera porque lea un caso
así en el periódico?, cabe replicarles. Parece dudoso. Pero se puede copiar la
manera de hacerlo.
Estamos ante un problema muy
viejo, la violencia del hombre sobre la mujer, pero que sólo recientemente se
ha convertido en piedra de toque en España, aunque limitada al ámbito de la pareja
o ex pareja: las violaciones, por ejemplo, no suscitan el mismo clamor. En otros
países de la Unión Europea, ni siquiera se hacen estadísticas sobre la plaga mortal
del machismo en la pareja. Y eso pese a que se estima que una de cada cinco europeas
ha sufrido violencia en algún momento de su vida por ser mujer, la llamada violencia
de género. Este amplio concepto, que incluye también agresiones de desconocidos
según la doctrina de Naciones Unidas, apenas se aborda a nivel comunitario. Cada
tanto, un periodista europeo aterriza en Madrid para hacer el enésimo reportaje
sobre la violencia machista en España. Habitualmente, carece de cualquier dato
comparativo de lo que ocurre en su país.
La página del periódico de
mañana está lista, con esa ración de drama de mujer que golpea con dolorosa frecuencia.
Queda recoger, tratar de pensar en otra cosa.¿Cuándo tocará escribir o editar
otra crónica así? ¿Con qué variantes: arma, denuncia previa, hijos, protección
policial, relación entre víctima y verdugo? La respuesta, dentro de cinco días
aproximadamente: es la tregua media entre cada asesinato. Y la duda siempre en
el aire: ¿Dejará de haber algún día hombres capaces de asesinar a su mujer?
Charo Nogueira es periodista de
El País. Premio de Periodismo contra la Violencia hacia las Mujeres
del Instituto de la Mujer (2004).