A mediados
de los años ochenta, algunas artistas latinoamericanas hicieron incursiones en
el territorio de la identidad de género de manera más explícita que lo registrado
hasta entonces. Se trataba de una autorreflexión dilatada en América Latina por
múltiples factores históricos. Por un lado, el contexto sociopolítico de las dictaduras
había contribuido a posponer ese debate. Por otro, el perfil ideológico de la
intelectualidad latinoamericana -por entonces vanguardia en las reivindicaciones
sociales- favorecía la despolitización del debate sobre la condición de la mujer.
No obstante,
su asimilación se debió a un desarrollo orgánico -fruto de la praxis social-,
más que a grandes procesos especulativos críticos. Si hubo alguna planificación,
ésta fue auspiciada y financiada sobretodo desde Europa. Esto propició la consolidación
de organizaciones no gubernamentales, que funcionarían como centros de reagrupamiento
de algunas mujeres, y que trabajaron en sus problemáticas laborales, sociales
y de salud reproductiva. Pero si bien la ideología feminista fue permeando
en el tejido social, no lo hizo ni tan fácil, ni tan extensamente como se tiende
a creer. La influencia del perfil ideológico en la demora del debate feminista
fue significativa. El discurso de las vanguardias culturales de la época hacía
hincapié casi exclusivamente en la problemática de clase, lo que de alguna manera
chocaba con el discurso de género.
Aunque hoy
en Latinoamérica no escasea el arte con contenido social, las cuestiones más detonantes
dentro del contexto del tema mujer, como por ejemplo la violencia doméstica, que
se sigue cobrando un número alarmante de vidas, no son fáciles de rastrear en
la construcción estética. Aún teniendo un referente tan significativo como Ana
Mendieta, que fue pionera en tratar el tema en su trabajo,
así como en reformular las propias prácticas artísticas de acuerdo con las demandas
conceptuales y la crítica institucional, y cuya muerte rubricó definitivamente
la violencia doméstica como un asunto que trasciende las pertenencias de clase,
la lista de artistas que se interesan por ello tiene pocos dígitos.
Entre las que sus sujetos
de reflexión estética evidencian una perspectiva crítica en este terreno destacan
la cubana Tania Bruguera, la costarricense Priscilla Monge, las brasileras
Beth Moysés y Rosana Paulino, y la mexicana Teresa Serrano. Todas ellas tienen
también un denominador común a nivel de sus estrategias visuales: la capacidad
de variar los medios recurriendo a ellos en función de las demandas conceptuales
de cada obra. Bruguera, en alguna ocasión, ha recurrido
a la apropiación: asumiendo conscientemente el legado de Ana Mendieta,
ha replicado su obra, convirtiendo el hecho en una suerte de manifiesto fundacional
de lo que sería su propio periplo artístico. Monge construye
objetos, hace performances y realiza vídeos que indagan en los territorios
opacos de la construcción social, los que están por debajo de los sobrentendidos,
pero que regulan las convenciones. Su arte indaga en los parámetros de comportamiento
establecidos y en las incomodidades generadas cuando hay un “desajuste” del canon;
especula con esas incomodidades, maniobra, altera las convenciones. Moysés reinventa
vestidos de novia. Nos obliga a cambiar la mirada sobre el cuerpo y a reflexionar
sobre éste a través de las connotaciones del vestido. También los resignifica
en el espacio performático, focalizando
en su dimensión simbólica y ritual. Paulino enmudece, ciega y tacha retratos con
costuras-cicatrices, las cuales pervierten el lugar común por el que tan simplistamente
se asocia el bordado con un estereotipo de lo femenino, mientras señala la reclusión
obligada de la mujer en el mutismo. Serrano recurre al formato de la fotonovela
y del cine para tejer un enjambre entre deseo, represión y representación.
Sin embargo,
en gran parte del arte que se produce en Latinoamérica, la estética femenina y
la feminista siguen siendo términos intercambiables. La eventualidad de que el
género femenino, per se, defina una estética propia
se confunde con la existencia de una estética representativa de una ideología
-la feminista- que incluso, o por lo menos en términos teóricos, también podría
ser sostenida por hombres. De hecho lo es, el salvadoreño Ronal
Morán y el dominicano Polibio Díaz lo confirman.
Tal vez el
problema esté en las pautas desde las cuales se analiza. Las metodologías de investigación,
los paradigmas de referencia para identificar lo que es pertinente en una construcción
artística, han sido hasta hoy hegemónicamente trazados por hombres desde sus maneras
de ver, hacer e interpretar y desde una cultura que sigue marginando a la mujer
como hacedora intelectual. Y aunque las mujeres lentamente hemos accedido a la
producción artística y a su correlato teórico, aún estamos lejos de una reformulación
a la luz de nuestro género, de los supuestos conceptuales desde los que se investiga
y se predica. La idea de arte tal y como se entiende contemporáneamente es una
enunciación en la que las mujeres no hemos intervenido ni tampoco cuestionado
en lo medular.
Reconozcamos
que el siglo XXI comenzó con las cosas más complejas que nunca. El fin de las
ideologías nos dejó libres de supeditación a cualquier gran relato. En su primer
cuarto de hora, junto a la revalorización de lo subjetivo y las múltiples identidades,
nos permitió pensar que era posible independizar la lucha de las mujeres, sacarla
de la lista de espera y traerla a un primer plano. Eso parecería positivo. En
los siguientes cinco minutos, ese mismo final de las ideologías nos recordó que
la de las mujeres era también una lucha ideológica, lo que -acabadas las ideologías-,
es decir, sin contexto, era inoperante. Esta es una extrapolación inversa a la
del principio por el cual se marginó al feminismo de la lucha política cuarenta
años atrás, pero igualmente nos previene para asumirlo hoy. Darlo por perimido
es el nuevo callejón sin salida.
En América
Latina, para bien y para mal, “esencialismo” y “construccionismo” se mezclaron de nuevo sin que previamente
se haya enunciado su diferencia. Para bien porque nos ahorramos cierta dosis de
fundamentalismo. Para mal porque son referencias útiles a la hora de enriquecer
la práctica y el discurso del arte que se pierden, y porque carecer de estas pautas
de análisis está auspiciando un posfeminismo vernacular que esconde, más que la superación de ciertos debates,
un antifeminismo que nunca accedió a cuestionar el canon, a debatir, ni a formular
un cuerpo de ideas.
En este contexto
hay obras de artistas latinoamericanas que celebran aquella “estética femenina
adquirida” de manera naif, sin cuestionar lo medular
detrás de lo “adquirido”. Otras también lo celebran, pero en forma oportunista
o cínica, satisfaciendo una demanda casi folklorista y acrítica de un espacio de la mujer cuya visibilidad se sigue
restringiendo a sí misma y al estereotipo. Menos veces hay una especulación consciente,
una manipulación de los recursos de esa “estética” con agudeza estratégica, que
tenga como blanco pervertir el discurso oficial. Y menos aún son las oportunidades
en que esta especulación se propone cuestionar a la institución “arte” en sí o
poner en crisis las relaciones entre representación y poder, explorando nuevos
circuitos.
La realidad
Latinoamericana, la que nos hace interrogar sobre la naturaleza de nuestra cultura,
está constituida mayoritariamente por artistas que no tienen interés en reflexionar
sobre el tema y que no pelean por su visibilidad, pretendiendo ignorar la marginalización
que aún se ejerce sobre la mujer en el circuito legitimado del arte.
Lo mismo sucede
a nivel de la labor curatorial y del ensayo crítico.
La desideologización generalizada permitió un alto grado de institucionalización
en el arte -nadie se opuso a este proceso- que pareciendo proteger a todos y en
especial al diferente, en los hechos a menudo ha priorizado un discurso unívoco
y ha aniquilado lo alternativo.
Podría entenderse
que lo alternativo no es más necesario cuando la diversidad es incluida. Pero, ¿es incluida o recluida? A veces, se confunde el
triunfo con el fracaso. No es la primera vez que el discurso contestatario es
asimilado como forma de neutralizarlo.
Mientras tanto,
en Nicaragua el 70% de las mujeres han experimentado violencia física, en Chile
una mujer es agredida sexualmente cada 26 minutos, en Guatemala una es asesinada
cada día, en Uruguay cada nueve días, en Paraguay cada diez. En Perú al año son
80.000 los casos de violencia contra la mujer, en Panamá 3.000 son violadas, en
Brasil el 33% sufren diversas formas de violencia doméstica. Así podríamos seguir
enunciando datos desalentadores en cada país de Latinoamérica sin excepción alguna
y aún por debajo de los índices reales, ya que aún la mayoría de los casos no
son denunciados. Sin embargo, en el arte, el tema está casi concluido. Revisitarlo
no sólo genera indiferencia sino a menudo rechazo. El porqué tal vez muestre que
en Latinoamérica muchas mujeres, lejos de haber resuelto las contradicciones se
han empantanado en los preceptos machistas.
Ana Tiscornia es una artista uruguaya radicada en Nueva York.
Profesora en la State University
of New York at Old Westbury, editora de arte de Point
of Contact, The Journal of Verbal and Visual Arts, Syracuse, Nueva York. Es colaboradora del
semanario Brecha de Uruguay, de Art
Nexus de Colombia, y de Atlántica Internacional
y Art.es de España.